Yo no quería esto. Nunca jamás lo pedí. Sólo deseaba ser como ellos, formar parte de su mundo, compartir sus deseos, integrarme entre sus miedos, pero tienen mis lágrimas otras causas bien diferentes de las que arañan sus ojos y comprimen su corazón. No lo entiendo, pero es así y, por más que lo busco, no encuentro a nadie que me ayude a transportar esta cruz hasta lo alto del Calvario. Caigo y me levanto, una y otra vez. Ya no sé si mis rodillas descansan dobladas sobre el suelo o se inclinan ante el peso del viento que siempre azota mi sien. La muerte sobrevuela mis pasos, pero no se atreve a descender hasta mí. La asusta envenenarse con la rebeldía de mi sangre, fallecer víctima de mis ansias de vivir. Todo principio tiene su final, pero éste no es el que yo escribí. Remonto a crawl este río de sudor y tinta. Sólo necesito una pluma para poder volar, para elevarme sobre sus indeseables tejados de uralita, para sumergirme entre las nubes y convertirme en el suspiro que nadie se atreverá nunca a proferir. Ni ellos ni sus buitres son dignos de devorar mi cadáver, por eso mi cuerpo continuará caminando eternamente en el desierto, incluso cuando ya no le quede alma que le dé sentido ni amigo que apriete su mano. Puede que sea el orgullo del derrotado o, tal vez, la cabezonería del que ya no tiene nada que perder. Santa Magdalena penitente, que no tiene más abrigo que su indómito cabello deshilachado. Tengo sed, pero tú ya no me sacias y, aún así, me crucifico cada noche sobre la cruz de tu esternón.
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