sábado, 25 de abril de 2015

La expiración

 
Necesito saber que, esta vez, la historia acaba bien, que nadie muere antes de tiempo y ninguna niña llora abandonada en el andén. No soportaría otro puñetazo en la boca del estómago, otro gancho de derechas directo a la nariz, otro rodillazo en la entrepierna, otro pisotón sin anestesia. Sé que caeré y que ellos aplastarán mi cabeza sobre la lona, antes de que reúna las fuerzas necesarias para volver a levantarme. No dejes que eso ocurra. Sé mi escudo. También mi espada. No permitas que cercenen mi esperanza, que decapiten mi fe en los milagros, que guillotinen mi confianza en la bondad. Ayúdame a seguir respirando, ignorando el dolor que lacera mis quebradas costillas, olvidando que son las astillas de mis propios huesos las que perforan poco a poco mi pulmón. No dejes que se escape el aire. Aún necesito un poco de oxígeno, no mucho, sólo un puñado. Son sólo dos pasos y luego ya todo dejará de importar, porque todo lo que tenía que ser habrá sido ya y, por fin, podré exhalar mi último aliento, descansar sin miedo, extinguirme sin remordimiento. No, no me consueles a mí. Yo ya no existo. Es a ella a quien tienes ahora que reconfortar. Dile que esta vez la historia ha acabado bien, que todos murieron cuando tenían que morir, que no son lágrimas lo que ahora humedece sus mejillas, sino gotas de la lluvia que riega los campos. Miéntele, igual que me mentiste a mí. O, quizá, no fuera así. Tal vez, el problema radicaba en que todo era verdad.

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