lunes, 6 de julio de 2009

Piedras

En el lecho del Río Júcar hay una piedra marina. Nadie, ni siquiera ella misma, sabe cómo llegó hasta allí. Nuestra pétrea protagonista finge ser una más entre las que no son iguales a ella. Algunas de sus vecinas intuyen su singularidad, pero otras prefieren fingir que no es especial. No obstante, cualquiera que se fije detenidamente atisbará los restos de sal que aún se aferran a su fría superficie. Y si existe algún zahorí que se deje caer por allí se dará cuenta de que, encerrado en su centro neurálgico, permanece todavía el rumor de las olas que la envolvían en su más tierna infancia. En cualquier caso, nadie, ni siquiera ella misma, recuerda que una tórrida noche de verano una niña de cuatro años soñó que era Dios y que controlaba la existencia de los estúpidos mortales que pululan por ese extraño planeta llamado Tierra. Fue al despertar cuando esta inocente criatura tomó conciencia de que no es ni será nunca omnipotente. Si hubiera sabido escribir habría redactado miles de tratados filosóficos para hallar una explicación racional y lógica para su angustia existencial. Y si hubiera tenido cinco años más, tal vez, habría podido verbalizar el origen de su crisis vital. Incapaz de fingir que no son lágrimas los ríos que bañan su mejillas hasta caer en el mar, en el que flota sostenida por sus fieles manguitos, busca desesperadamente la manera de acallar los gritos de su alma. De repente, comprende el auténtico significado de la palabra venganza y decide hacer daño al Creador trastocando el orden natural de su Obra. Y así, cuando con pasos titubeantes comienza a abandonar el abrazo del Mediterráneo, se agacha y apresa entre su dimuntas garras una piedra próxima a la orilla, robándosela al bamboleante mar levantino. Y la acuna entre sus dedos para consolarla por haberla alejado de su preconcebido sino. Tres meses permaneció la pequeña piedra marina encerrada en el bolsillo de la atormentada niña de cuatro años. Hasta que, un día de otoño, en que sus padres la llevaron de excursión, la pequeña Hera decidió entregar su secuestrada al Júcar. Supongo que la conciencia le pesaba demasiado en el bolsillo y la ocasión la pintaban calva. O puede que el agua dulce quisiera fundirse con una micropartícula de mar y transmitiera a la niña, a través del viento, su imperioso deseo. Pero todo esto ocurrió cuando nuestra pétrea protagonista era muy joven y ya se sabe que los traumas infantiles se olvidan con facilidad, sobre todo, cuando no tienes un cerebro hiperactivo que te los recuerde constantemente. Aunque la verdad es que el cerebro de la niña existencialista olvidó también que ella, una vez, jugó a ser Dios y cambió el destino de una piedra insignificante. Y es que los dioses suelen olvidar sus obras más pretéritas y buscan siempre nuevos juegos que entretengan a sus inquietos espíritus, esquivando el mortal aburrimiento que los acecha eternamente.

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