sábado, 1 de diciembre de 2018

La maquinista

Vivo a base de café y té con leche. Literalmente. No duermo, no porque no pueda o no quiera, sino porque no tengo tiempo para ello. Siempre hay algo que reclama mi atención, una tarea pendiente que acometer urgentemente, una inaplazable obligación que no puedo seguir ignorando por más tiempo. Estoy cansada, sí, pero no puedo permitirme el lujo de parar un solo instante. Si me detengo, ya no podré volver a ponerme en marcha ni terminar todo aquello que he empezado, especialmente, ESTO.
 
Las únicas pausas que me permito son para ir al baño. Cuando lo hago intento no mirarme en el espejo. La última vez que rompí esta fundamental regla de supervivencia, el espectro que me contemplaba desde el otro lado del azogue casi me provoca un infarto. No, yo no puedo ser ese saco de huesos envuelto en piel cetrina, cadáver andante, prima hermana de Christian Bale en “El maquinista”. Y, sin embargo, sé que lo soy, igual que Trevor Reznik siempre supo lo que había hecho, por más que tratara de ocultárselo a sí mismo.
 
Hago pis. Evacúo los litros de cafeína y teína que anegan mi vejiga. Me limpio. Me levanto del váter y miro al suelo mientras regreso, casi a tientas, a mi centro de operaciones. He de hacerlo. No importa lo que cueste. Abandonar ahora equivaldría, no ya a un asesinato, sino a un auténtico genocidio y, entonces, sí que no podría volver a conciliar el sueño.
 
Ellos me necesitan para vivir y yo no podría seguir viviendo sin darles vida a ellos. Poco importa que, en realidad, todo ESTO me esté matando. Viviré a través de ellos y ellos a través de mí o, quizá, todos muramos, sin que quede de nosotros ni siquiera un pálido reflejo ni de quiénes fuimos, ni de quiénes aspirábamos a ser.
 
Y, sin embargo, aún pienso que es sólo una cuestión de tiempo, que sólo necesito aguantar un poco más, conseguir terminar una de las múltiples historias que me desvelan por las noches, vomitar todas las palabras que me producen acidez de estómago. Pero las historias nunca acaban y las indigestas palabras se regeneran en el centro mismo de mis tripas, antes siquiera de que sus precedentes hermanas terminen de abandonar mi esófago. Sí, siempre hay algo más que decir y una taza de café o té con leche para evitar que el sueño amordace mis párpados.
 
Ya no recuerdo la última vez que cerré los ojos, igual que nadie recuerda la primera vez que los abrió. ¿Es éste mi principio o sólo mi final? ¿Cómo se acaban los cuentos que no nos atrevemos a contar?
 
Sólo un poco más. Escribir tanto como pueda antes de terminar de colapsar.
 
Tengo pis, pero no creo que me queden fuerzas para llegar al baño. Me meo encima, mientras tecleo las únicas palabras que pueden otorgar algún sentido a mi existencia. Puede que después de ESTO logre descansar o puede que, en lugar de un epílogo, ESTO sea únicamente otro preludio.
 
Mi calavera me sonríe reflejada en la superficie de mi enésima taza de café.
 
Desaparezco, casi sin darme cuenta, como se esfuman los sueños de la infancia, como se volatilizan las esperanzas de los desahuciados. Y, sin embargo, queda ESTO y todo AQUELLO que jamás terminaré de comprender.

lunes, 12 de noviembre de 2018

Los cuervos

Las metáforas están ahí, graznando desde la torre más sanguinaria de Londres, dispuestas a arrancarte los ojos, a dejarte ciega, para que no tengas más remedio que escucharlas, servirte de su guía, confiar en que no te conducirán al precipicio, sino sólo hasta el hacha del verdugo, pues tu cuello nació para ser segado de tu cuerpo y tu sangre para gotear entre las tablas del cadalso. Puedes huir, pero no evitar que te atrapen; retrasar la ejecución de la sentencia, pero no obtener el indulto; posponer el mordisco del metal, pero no amordazar el grito. Tus noches siempre estarán pobladas de fantasmas, de reinas injustamente condenadas y de presuntas brujas que no terminaron de convertirse en humo después de que la hoguera se extinguiera. La tierra tiembla, aunque los cadáveres no terminen de levantarse de su tumba y tú caes, una vez más, en una fosa colmada de espectros anhelantes de que alguien dé voz a sus pútridos despojos. Y dejas que te envuelvan sus historias y confundes sus recuerdos con los tuyos, sus ficciones con tu realidad, sus sueños con tus versos. Y ya no sabes quién es el espejismo, si tú o él o, tal vez, ambos y, aún así, todavía hay ciertas cosas que no osas poner en duda: los seísmos que te provocaba un leve roce de su brazo, su sonrisa agridulce y la desnudez de su mirada de fuego. Todo lo demás, resulta siempre tan incierto… Y vuelves a recorrer las calles que fueron testigos del desastre, de todos y cada uno de los silencios que, primero, enlazaron vuestras almas y, después, separaron vuestros cuerpos. Y cae la tarde y aumenta la frecuencia e intensidad de los graznidos. ¿Nunca te has fijado? Los cuervos sólo se quedan a vivir donde ha tenido lugar una matanza.

sábado, 10 de noviembre de 2018

Serpientes (II)

Escóndete, no dejes que te encuentren. Tú, la escurridiza; ellos, las serpientes. ¿Cómo explicarle lo que sientes a los reptiles de sangre congelada? Tu corazón, hervidero de metáforas volcánicas; el suyo, reloj suizo insensible a las altas temperaturas. Y, aún así, es la nieve tu única amiga y la helada escarcha de primera hora de la mañana, tu amante más voraz. Es tan extraño como cierto, tan contradictorio como lógico. Y sueñas que algún día mute el curso de los astros y deje la luna de influir en las mareas de tu tristeza, pero sabes que hay cosas que nunca cambian y pesadillas que no terminan de desvanecerse con la aurora. Y tratas de salir de tu escondrijo, sin darte cuenta de que también él es un autómata programado para razonar en contra de los designios del destino. Y duele más la forma en que te mira que la manera en que vuelve la vista en la dirección equivocada. Y, aún así, te queda el consuelo de saberte única ganadora de esta historia derrotada, no porque traspasaras ninguna meta, sino porque, a diferencia de él, tú siempre quisiste perder(te).

domingo, 28 de octubre de 2018

La distancia (I)

Te echo de menos y no se me ocurre ninguna metáfora capaz de evaluar la magnitud de este desastre, mi sensación de orfandad, estas desbocadas ganas de llorar. Y sé que no está bien y que peor aún está decírtelo por escrito, pero ¿acaso la ley de la relatividad no puede aplicarse alguna vez a la moral judeocristiana? Y sí, lo sé, comienzo a parecerme demasiado a él, a escribir sólo para mí, a revolcarme narcisistamente en el barro de porcunos chistes a los que sólo yo puedo otorgar algún sentido. Y sí, lo sé, empiezo a asimilarme sospechosamente a ella, a enhebrar metáforas indescifrables, a contemplarme lujuriosamente en el espejo, ignorando todos mis defectos. Pero ¿qué es el hombre sino humano, un rosario de vicios deleznables, un hipócrita asesino que se rodea de amigos radicalmente pacifistas? Pero yo no quería hablar de todo esto, sino de la soga de la distancia minimizando el perímetro de mi cuello, de la paloma blanca que sofríes en una sartén colmada de despecho y del tiempo que no avanza para dos corazones atascados entre un taxi inundado de lluvia vespertina y la copa de vino que despreciaste de mis labios.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Canibalismos (VIII)

No es que no sepa qué escribir. Es que me asusta verbalizar ciertos instintos (el irrefrenable deseo de destriparte sin la ayuda de ningún Jack, contemplar con deleite el lento goteo de la sangre de la res ensartada en el gancho más afilado del matadero más atroz, mis dedos agrandando la herida, mi lengua lamiendo la carne lacerada por el hierro). Hay pecados que dinamitarían el más robusto de todos los confesionarios y, aún así, siempre hay algún insensato que osa cometerlos (tú, yo, nunca ellos, ni siquiera nosotros, ¿qué sentido tiene la culpa si no puede ser individualizada?, ¿cómo dividir el oprobio entre una caterva de demonios?). Y choco empecinadamente con la piedra de tus labios y me cortan las palabras que no dices, casi tanto como aquéllas que escupes cuando nadie escucha y el viento sopla entre los juncos, diluyendo en el aire los secretos que agitan nuestros atribulados corazones tartamudos. Y mueren las metáforas que no nos atrevimos a alumbrar, versos abortados en clínicas clandestinas, poemas desgastados por el miedo a la opinión de los demás. Y nos precipitamos al abismo, como pasajeros de un avión a punto de estrellarse, convencidos de que es nuestra única opción de salvación, sin darnos cuenta de que, en realidad, sólo estamos anticipando nuestro inexorable final. Podemos inventar nuevas maneras de contar esta tragedia; pero, por más que lo intentemos, nunca alcanzaremos la excelencia de los griegos.

martes, 18 de septiembre de 2018

Morder la manzana

El amor no es ciego, sino aleatoriamente irracional, un Tauro cabezota que siempre ve, pero, a veces, niega lo que ha visto, no sólo a los demás, sino, especialmente, a sí mismo. Y, sin embargo, hay quien no niega la evidencia, por más que desconozca las sinrazones que provocaron el cataclismo. Hoy parecías cansado; el azul de tus ojos, nublado de gris; sonrisa sin marco y tres nuevos surcos en el vinilo de tu atribulada frente. Te contemplé, como si de un cuadro de El Bosco te trataras, intentando desentrañar todos tus mensajes ocultos, la lucha entre el bien y el mal, el sexo depravado que inunda el sueño de la doncella que amansa al unicornio, tapiz anónimo que disfraza la puerta a la más secreta de todas tus estancias. Y, de repente, supe que eras TÚ, que siempre lo serías, aunque nunca llegues a serlo realmente y que ése, y no otro, es el precio a pagar por morder la manzana, por dejar que la venda se escurra de los ojos, desnudando la miseria, sin que ninguna hoja de parra sea suficiente para tapar nuestra vergüenza.

martes, 11 de septiembre de 2018

Cadáveres (XII)

Hoy es una de esas noches. La luna refractada en el balcón, diez gotas de sangre salpicando el esternón y una copa de vino para mantener a flote este cadáver que se ahoga en el naufragio. No me busques. Ya es muy tarde y no sabría volver hasta el principio. El barco se hunde y tú y yo fuimos los primeros que saltamos por la borda. No me culpes. Este miedo fue siempre compartido. Tu boca es el cepo y mi lengua un jabato extraviado entre tus bosques. Habría sido más fácil no gritar, sumergirse sin luchar en las profundidades del mar, no intentar liberarnos de estos dientes de hierro, que nos muerden con más saña cuanto más tratamos de zafarnos de su trampa, claudicar, como, más tarde o más temprano, terminan por claudicar todos los desahuciados, aceptar nuestro destino y morir en paz; pero nos empeñamos en salvar todo aquello que ya estaba condenado de antemano, opusimos resistencia al embate de las olas, braceamos en vano, tratando de llegar a una orilla que nunca supimos en qué dirección se encontraba. Fracasamos, pero nos negamos a aceptarlo, convirtiéndonos en una Juana la Loca que acaricia amorosamente el cadáver putrefacto de quien ella cree dormido. Y, sin embargo, si la vida es sueño y la muerte sueño eterno, ¿cómo aseverar que nuestro amor no volverá jamás a abrir los párpados?

domingo, 15 de julio de 2018

Un mundo tristemente feliz

Sé que hay un universo paralelo donde yo no te echo de menos y tú no piensas en mí; un mundo donde jamás nos hemos conocido, donde ni siquiera alcanzamos a intuirnos; un lugar donde tú nunca has perdido la razón entre mis piernas ni yo me he licuado entre tus manos, donde mis dedos no han explorado el bosque de tu mandíbula y tu aliento no hace cosquillas entre mis labios; un espacio donde nuestras almas jamás han compartido idéntica jaula ni por nuestras venas circula el mismo grupo sanguíneo y donde la rabia no nubla nuestros ojos al darnos cuenta de que, casi sin querer, hicimos real la historia de aquella jodida canción, aunque nunca fuéramos muy de tomar taxis. Sé que existe un universo paralelo donde tú y yo nunca seremos nosotros, pero donde, a diferencia de éste, tampoco sabremos que podríamos haberlo sido; en definitiva, un mundo tristemente feliz.

martes, 26 de junio de 2018

Mapas (IV)

El cuerpo recuerda, sabe, entiende. El cuerpo no engaña, sólo delata, brújula erecta, que siempre apunta al Norte que la razón evita. El cuerpo es huraño, reacio a abrir todas sus compuertas, especialmente aquéllas que conducen a lo más profundo de su auténtico ser, caverna húmeda y oscura, resbaladiza piedra sobre la que no todos pueden transitar. Tus dedos son serpientes que muerden la yema de mi corazón, envenenando mi voluntad, hipnotizando mis labios. Quiero y no quiero seguir aquí, evaporarme como las gotas de lluvia que ahora resbalan sobre el cristal, huir de ti, de mí, de todo aquello que nos hiere y resucita al mismo tiempo. Mi cuerpo me grita todo aquello que mi cerebro no quiere oír. Tu mano quema sobre mi mano. Tus ojos me penetran, incluso cuando miran en otra dirección. Y trato de ahogarme en otra copa de vino, mientras tú secas la sonrisa de tus labios. Que nadie vea, que nadie intuya, que nadie llegue siquiera a sospechar. Aquella tarde no es tan diferente de esta noche, por más que tú y yo seamos ahora bien distintos. La metralla de tu ausencia, el silencio de mi espera, la incomprensión de tus marismas. Si sólo alguna vez nos dejáramos sepultar por los seísmos de la carne...

sábado, 23 de junio de 2018

Fantasmas (II)

No creo en los fantasmas, pero sí en las noches espectrales, de aliento helado y abrazo mortal. También creo en la pegajosa adherencia de la nada, en la atracción irresistible del abismo y en la cabezota supervivencia de quienes se niegan a dejar, en algún momento, de ser ellos mismos. Y, sin embargo, me resulta tan difícil tener fe en la intermitencia de esta ausencia, tan aparentemente irrevocable... La luna ya no refleja la bestialidad de nuestros sudorosos e impúdicos cuerpos enfebrecidos de deseo. Nuestros demonios despertaron de la anestesia y resucitaron nuestros miedos más atávicos (para decapitar al monstruo de siete cabezas, primero deberíamos ser capaces de extraer la espada de la piedra). Desatamos lentamente todos y cada uno de los lazos que enredaban nuestras venas y, después, permitimos que vientos de signo contrario nos arrastraran en direcciones opuestas, que no lejanas. Estrangulamos nuestros tobillos con anclas que no pudieran ser levadas, evitando así volver a naufragar en la sonámbula unión de dos almas imantadas por la misma estrella fugaz. No, no creo en los fantasmas, porque sé que tú eres carne y no sólo espíritu y que otros me ven, aunque nadie más que tú pueda llegar realmente a adivinarme.

miércoles, 20 de junio de 2018

La distancia adecuada

Sólo quiero que se reduzca algo la distancia. No que vuelvas, pero sí que mi recuerdo, de vez en cuando, se convierta en el martillo que aporrea el yunque de tus sienes, jaqueca inmune a las pastillas, punzada hiriente, grito errante. Y, sin embargo, sé de sobra que no permitirás que un nuevo error de cálculo nuble momentáneamente tu razón, desafiando las leyes que unen y separan nuestros labios, atando y desatando nuestras lenguas, saliva sonámbula, que escuece en las yagas de la boca equivocada. Tus ojos coronados de espinas, mis párpados sedientos de tus lágrimas y, entre medias, mil pequeñas muertes solitarias, deslizándose entre los muslos, completamente desperdiciadas, desorientadas peregrinas, incapaces de recuperar el rumbo que les permita llegar a su verdadero destino. Dime, ¿cómo me encuentro ahora que, definitivamente, te he perdido?

jueves, 31 de mayo de 2018

Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?

Condensemos el desastre. No dejemos que despliegue sus tentáculos. Un calcetín usado entre los dientes y un amor imposible cepillando con furia las encías. Gotas de sangre salpican nuestros labios. No hay palabras, sólo silencios y mil estalactitas de saliva ahorcadas en el paladar. No te muevas y yo continuaré quieta, perpetuando la distancia que nos une y nos separa. El Apocalipsis tienta tanto como aterra. Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (no deberíamos permitir que los signos de puntuación tuvieran tanto poder sobre el significado de una frase). Esperamos, pero nadie responde al otro lado de la línea. El Dr. Strangelove debe estar demasiado ocupado copulando con la bomba. Hitler apretó el gatillo que le volaría la cabeza por no poder pulsar el botón que dinamitaría el mundo por dos veces (¿cuándo llegará la tercera?). Me miras. Te miro. Nuestro deseo siempre llevó bozal y correa de 2 cm. Tu lengua barre lentamente tu labio inferior, mientras la mía es guillotinada entre mis dientes. Salvemos los muebles antes de quemar la casa, aconsejó el cerebro. Huyamos, suplicó el corazón. Pero sólo hicimos caso a nuestras tripas.

martes, 15 de mayo de 2018

Heridas (XVI)

A veces se nos abren las heridas y los recuerdos se deslizan sinuosos sobre la piel que nunca hemos rozado. ¿Qué fue cierto y qué mentira? ¿Cuántos pasos separan la carrera de la huida? Nunca sabrás lo cerca que estuvimos del desastre. Nunca te confesaré lo que ahora escondo entre estas líneas. Fui el globo de helio y tú el niño que deja que el cordel se escurra entre sus manos. Voy directa hacia las nubes y sé que tú nunca aprenderás a despegar los pies del suelo. Dime, ¿alguna lágrima se desliza, vergonzosa, por tu mejilla? Estoy demasiado lejos para apreciarlo o, tal vez, el problema es que no llevo puestas las gafas. Por si tú también te las has olvidado en casa, ahora mismo, yo tengo la cara embadurnada de rímel y sólo tus labios podrían drenar el alquitrán que contamina mis pestañas. Los peores demonios son aquéllos a los que no acertamos a poner nombre: la corriente eléctrica que me sacudía en tu presencia, esa incontrolable sonrisa que tratabas de espantar con una pasada de tu mano sobre tu rostro. Yo quería mirar hacia delante, tú en cualquier otra dirección, pero ambos cerramos los ojos, mareados de tanto negar nuestros abismos. Las imágenes del pasado giran cenicientas en mi cabeza, hasta provocarme una jaqueca insoportable. Quiero que me preguntes qué me pasa, si estoy bien, si hay algo que puedas hacer por mí; pero tú, que ya conoces todas las respuestas, sólo callas y tu silencio es una flecha en mi costado, atravesando mi pulmón, impidiéndome recuperar el aliento que nunca me ha sobrado. Sí, lo sé. Tú no querías soltarme, pero yo necesitaba que lo hicieras para poder culparte.

viernes, 11 de mayo de 2018

Marty McFly

Hay errores que tenemos que asumir, equivocaciones de las que no nos está permitido desvincularnos, fallos de los que no podemos culpar a otras personas. La mayor parte de la gente no lo entiende; pero tú y yo, sí. Tú y yo siempre fuimos conscientes de lo que hacíamos y de las consecuencias que desencadenaría la falta de aleteo de aquella estúpida mariposa: siete huracanes y algún que otro tornado, antes de alcanzar la calma que enmascaraba la mayor y más terrible de todas las tormentas que han azotado nuestro espíritu. Nos perdimos a sabiendas, agitando a la vez brazos y piernas, ansiosos por quedar sepultados en aquellas arenas movedizas que a tantos incautos habían deslizado por su esófago. Abrimos la boca de par en par, ahogándonos, no por accidente, sino porque así lo había decidido nuestra autodestructiva propia voluntad. Es una muerte lenta, una agonía que aún no ha concluido, un suicidio que no termina de desplegar todos sus efectos. Pero es reconfortante saber que tú y yo somos los únicos responsables de este dolor, que la mala suerte no tiene nada que ver con todo esto, que elegimos lo que tenemos, aunque, probablemente, mereciéramos algo bien distinto. Y puede que el aciago final que sobrevuela nuestros bocetos de cadáveres no sea del todo inevitable; pero, como ambos bien sabemos, los viajes en el tiempo no son físicamente posibles.

miércoles, 2 de mayo de 2018

De sueños, monstruos y bosques

Anoche soñé contigo y, esta vez, a diferencia de las otras, tú eras tú y verte me dolía y me alegraba a partes iguales. No recuerdo mucho más, pero me parece que tú sonreías y que, sorprendentemente, ya no me odiabas. Fue bonito, aunque no se tratara más que de otra estúpida mentira urdida por mi incorregible inconsciente. Y ahora, con los ojos bien abiertos, completamente despierta, me pregunto dónde estás, qué haces, con quién sueñas y sólo sé con certeza que no estás aquí, que no volverás a hacer nada conmigo y que, probablemente, mi recuerdo ya no se cuele en ninguna de tus madrugadas, ni siquiera en forma de recurrente pesadilla incómoda y supongo que eso es lo que realmente me molesta, que el dolor y el abandono hayan perdido su inicial reciprocidad, que ya no tengas ganas de destrozar habitaciones por mi causa, ni te escuezan las fotografías que tomaste como rehenes, cuando aún creíamos que el final no era realmente tal. Me gustaría que todavía quedara algo de ira circulando por tus venas, que también te frustrara el modo en que gestionamos los silencios (siempre rompiendo los que debíamos haber perpetuado y prolongando los que hubiera sido mejor haber dinamitado) y, para qué negarlo, que te mordieras compulsivamente las uñas, tratando en vano de amputar las últimas células que me arrancaste cuando tus dedos aún deseaban recorrer los laberintos de mi espalda desnuda. Pero no, intuyo que, finalmente, lograste encadenar a la fiera, antes de que devorara con violencia los últimos atisbos de sentido común que frenaban tus instintos. Volviste al redil que otros construyeron para ti y yo permanecí en el bosque, mis manos escarbando en la tierra que no nos servirá de lecho, mi pelo enredado entre las hojas secas del otoño. Dime, ¿llegaste siquiera a ver aquella maldita película o sigues sin comprender nada de todo esto que ahora trato de explicarme?

domingo, 8 de abril de 2018

Humo (IV)

Te echo de menos, aunque quizá no debiera confesarlo. O, tal vez, sería aconsejable justo todo lo contrario: gritarlo, alto y fuerte, hasta perder la voz y dejarte sordo. Se ha vuelto a abrir la caja de los truenos, la lluvia empapa la ropa contra mi piel y tú miras hacia otro lado, para que yo no note tu deseo de despegar el algodón que se adhiere con saña a mi epidermis. Eres transparente para mí, pero ¿acaso lo soy yo para ti? Espero que no. Prefiero creerte ignorante del dolor que me causaste, que aún me causas todavía, mirarte a los ojos y mentirte: "No podría estar mejor, gracias. ¿Y tú? ¿Qué tal todo?" Fingir que no eres nada, que nunca fuiste nada para mí. Clavar bien hondo los alfileres que sostienen la sonrisa-máscara, mordaza que aprisiona la verdad. No, no quiero hacerte daño, decirte que espero que estés tan jodido como yo, que tú tampoco hayas aprendido a ser feliz sin mí y que los ojos se te empañen al escuchar los primeros acordes de alguna de las estúpidas canciones que sirvieron de banda sonora a nuestros más cómplices silencios. No, no quiero volver a pasar por todo aquello; esperar eternamente a que decidas qué es lo que quieres y, sobre todo, si lo quieres conmigo; tener fe en que algún día encontrarás el valor que se necesita para quererme, convencerme de que no lo perderé yo; soñar despierta con un futuro que jamás nos pertenecerá, porque no sabremos perdonarnos los errores del pasado, todas esas oportunidades que desaprovechamos, todos esos besos que escupimos en bocas que no supieron lamer nuestras heridas. Porque ahí reside el auténtico desastre. Sólo tú sabías silenciar a mis monstruos. Sólo yo conseguí anestesiar tus grietas. Hoy rugen las criaturas de mi noche y se hacen un poco más profundos tus abismos, mientras ambos tratamos en vano de respirar entre la bruma. Sólo somos humo que anega los pulmones a los que ayer otorgábamos oxígeno.

sábado, 10 de marzo de 2018

Heridas (XV)

Todas esas balas que no alcanzaron su objetivo se pudren ahora en la pared que custodiaba mis espaldas. Me dijiste que corriera, que huyera del peligro, pero me quedé quieta, dispuesta a enfrentarme al pelotón de fusilamiento. Ellos, tan seguros de la omnipotencia de sus armas. Yo, tan convencida de la inminencia de mi final. Todas esas palabras disparadas para herirme reverberaron en el aire hasta convertirse, primero, en eco; luego, en bruma. Di un paso al frente, mi vulnerable pecho al descubierto, sus lenguas como dagas de filo envenenado. El miedo se evaporó sin yo tratar de exorcizarlo. Sus ojos inyectados en sangre, sus colmillos ansiosos por rasgar mi carne. Seguí avanzando hacia mis enemigos, mirada enhiesta, caminar tranquilo. Por un momento, dudaron. Después, continuaron atacando; pero, cuando la primera ráfaga de metralla no te mata es difícil que lo haga la segunda. Pensé que eran más fuertes, pero, por más que lo intentaron, no lograron abrirse paso a través de mis entrañas. Luego, tú regresaste, con tu barba de dos días y tu alma de apátrida. Me preguntaste si estaba bien, si me habían hecho daño y yo no supe mentirte. Me desvanecí entre tus brazos, con la esperanza de que el verdugo pudiera mutar en salvador. "Dame los nombres de todos los culpables y acabaré con ellos". "Tú has sido siempre mi único asesino".

miércoles, 7 de marzo de 2018

Desastres (I)

No voy a mentirte. Fue la decisión correcta. Necesitábamos un culpable y lo encontramos. El Destino sólo existe para que los cobardes no tengamos que asumir la responsabilidad de nuestros actos y omisiones (sobre todo, de nuestras omisiones). Hay problemas que no tienen solución. Tú. Yo. Otros que nadie osa siquiera tratar de resolver. ¿Nosotros? Era duro no tener que desnudarme, pero era más jodido aún compartir todos y cada uno de tus monstruos. El chicle que no llegó nunca a mudar de boca. Las serpientes de tus dedos, enredadas en otras zarzas distintas de las mías. Esa ducha tibia aquella tarde de lluvia. Mi corazón gruyère. El vino de tus lágrimas. Abrázame. Sólo una vez más. Deja que mi tabique torcido se hunda en el lado izquierdo de tu cuello, que respire tu calor, antes de enfrentarme al frío de esta madrugada pegajosa. Aprieta fuerte, hasta dejarme paralítica, incapaz de seguir el rastro que conduce al origen del desastre. Y, luego, abandóname, como se abandonan los sueños de la infancia, como se descartan las posibilidades imposibles de realizar. Dime, ¿cómo se enhebran los reproches que nos hacemos a nosotros mismos?

lunes, 5 de febrero de 2018

Invierno (III)

Copos aterrizando en los tejados, nieve que se convierte en agua, agua que se transforma en llanto, llanto que fluye como un río. Una ráfaga de viento me hiela para siempre el corazón. Sólo tu aliento podría derretirlo, pero tus labios recitan ahora versos muy lejos de mi pecho, versos que dejan de ser poesía para mutar en anodino ruido cotidiano, palabras que cualquiera podría pronunciar, desnudas de belleza y de verdad. Ya no sé si tú eres tú o sólo un reflejo de quien solías ser; pero yo ya no soy aquélla a quien conociste, sino esa otra que existía antes de ti, la que sobrevive a cualquier tipo de naufragio y bomba nuclear, la que muda de piel, que no de esencia, la que corre desnuda entre los cadáveres, siempre herida, pero nunca moribunda. Un manantial de tinta brota de cada uno de los huecos que horadaste con tus dientes. Escupiste mis pedazos a medio masticar y dejaste que los buitres devoraran partes de mí que jamás seré capaz de recuperar. O puede que no, que sólo les entregaras trozos de mí que nunca me definieron, que sólo lograrían confundirlos, haciéndoles creer que poseían lo que ni siquiera tú llegaste jamás a tener. A veces te vislumbro, a pesar de la distancia. Un océano de tristeza continúa anegando tu mirada y es tanta la pena que flota en tus pupilas de pizarra que no sé si son tuyas todas las lágrimas que no te atreves a derramar o si robaste algunas de las mías en el medio de una de nuestras noches de alquitrán. Aún me quema tu dolor en las palmas de mis manos. ¿Sigue mi susurrante grito taladrando tu tímpano izquierdo? Este frío ya no ralentiza mis latidos, pero continúa raspando mi garganta al respirar. Copos esquiando en mi laringe, nieve sucia que tizna mi boca de reproches, reproches que resecan mis labios, labios que muerdo hasta hacerlos sangrar, sangre que se convertirá en barro, barro que sólo se transformaría en vino si pudiera volver a emborracharte con mi sed.

martes, 9 de enero de 2018

De Este a Oeste

Creo que todo terminó en aquel aeropuerto, mientras recorríamos tiendas en las que no deseábamos comprar nada, en las que sólo tratábamos de malgastar las horas previas a la gran encrucijada. Ninguno de los dos queríamos hablar, seguramente porque ambos sabíamos lo que el otro quería decir y no teníamos ganas de escucharlo. Ambos nos quejamos por haber llegado demasiado pronto, aunque lo que realmente lamentábamos era que fuera demasiado tarde para evitar un final que ansiábamos desde el principio. Yo no te buscaba. En realidad, había empezado a admitir que tal vez no existieras. Tú creías que otra era yo y eras feliz viviendo tu mentira. Ninguno de los dos provocó la colisión. Es más, ambos luchamos con todas nuestras fuerzas para resistir el inexorable cumplimiento de las más elementales leyes de la física. Obviamente, fracasamos; pero, a día de hoy, aún negamos la derrota. Finalmente, llegó el momento de embarcar, tú por tu lado, yo por el mío, asientos no sólo separados, sino en zonas diametralmente opuestas. El abismo se abrió y ambos nos dejamos engullir por su voraz apetito. Te busqué con la mirada, pero no pude otear tu cínica sonrisa. Me ajusté el cinturón, como si aún hubiera algo que pudiera detener la caída. El despegue fue rápido, el vuelo lento, casi eterno. El atardecer nos perseguía, sin prisa, pero con saña. Por un momento, pensamos que podríamos ser más veloces que el homicida sol vespertino, pero también en esto estábamos completamente equivocados. Te imaginé leyendo, tal vez durmiendo, nunca soñando. Me imaginé valiente, desnuda amazona cabalgando sin miedo hacia la gloria o hasta la muerte, palabras tensas, a punto de ser disparadas en busca de un órgano vital en el que hincar la sierra de sus dientes. Te vi triste, confuso, totalmente desorientado entre tus dudas. Me vi cobarde, temblorosa hoja agitada por el viento, cachorro abandonado en la cuneta del camino. Aterrizamos, aunque nunca hubiéramos sido capaces de terminar de despegar los pies del suelo. Tu maleta salió mucho antes que la mía y tú te fuiste sin esperarme, se te hacía tarde y, al contrario que yo, tú tenías que madrugar al día siguiente. Te observé, alejándote despacio, como si una parte de ti aún barajara la posibilidad de no marcharte, pero no permitiste que tus piernas dejaran de avanzar. Habría sido un error imperdonable y tú y yo nunca aprendimos a equivocarnos. Tu cuello no giró hacia atrás ni un sólo milímetro, pero una parte de mí quedó para siempre petrificada en aquel preciso instante, en aquel maldito lugar, en aquel jodido silencio envuelto en ruido.