domingo, 28 de octubre de 2018

La distancia (I)

Te echo de menos y no se me ocurre ninguna metáfora capaz de evaluar la magnitud de este desastre, mi sensación de orfandad, estas desbocadas ganas de llorar. Y sé que no está bien y que peor aún está decírtelo por escrito, pero ¿acaso la ley de la relatividad no puede aplicarse alguna vez a la moral judeocristiana? Y sí, lo sé, comienzo a parecerme demasiado a él, a escribir sólo para mí, a revolcarme narcisistamente en el barro de porcunos chistes a los que sólo yo puedo otorgar algún sentido. Y sí, lo sé, empiezo a asimilarme sospechosamente a ella, a enhebrar metáforas indescifrables, a contemplarme lujuriosamente en el espejo, ignorando todos mis defectos. Pero ¿qué es el hombre sino humano, un rosario de vicios deleznables, un hipócrita asesino que se rodea de amigos radicalmente pacifistas? Pero yo no quería hablar de todo esto, sino de la soga de la distancia minimizando el perímetro de mi cuello, de la paloma blanca que sofríes en una sartén colmada de despecho y del tiempo que no avanza para dos corazones atascados entre un taxi inundado de lluvia vespertina y la copa de vino que despreciaste de mis labios.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Canibalismos (VIII)

No es que no sepa qué escribir. Es que me asusta verbalizar ciertos instintos (el irrefrenable deseo de destriparte sin la ayuda de ningún Jack, contemplar con deleite el lento goteo de la sangre de la res ensartada en el gancho más afilado del matadero más atroz, mis dedos agrandando la herida, mi lengua lamiendo la carne lacerada por el hierro). Hay pecados que dinamitarían el más robusto de todos los confesionarios y, aún así, siempre hay algún insensato que osa cometerlos (tú, yo, nunca ellos, ni siquiera nosotros, ¿qué sentido tiene la culpa si no puede ser individualizada?, ¿cómo dividir el oprobio entre una caterva de demonios?). Y choco empecinadamente con la piedra de tus labios y me cortan las palabras que no dices, casi tanto como aquéllas que escupes cuando nadie escucha y el viento sopla entre los juncos, diluyendo en el aire los secretos que agitan nuestros atribulados corazones tartamudos. Y mueren las metáforas que no nos atrevimos a alumbrar, versos abortados en clínicas clandestinas, poemas desgastados por el miedo a la opinión de los demás. Y nos precipitamos al abismo, como pasajeros de un avión a punto de estrellarse, convencidos de que es nuestra única opción de salvación, sin darnos cuenta de que, en realidad, sólo estamos anticipando nuestro inexorable final. Podemos inventar nuevas maneras de contar esta tragedia; pero, por más que lo intentemos, nunca alcanzaremos la excelencia de los griegos.