jueves, 30 de enero de 2020

Apocalipsis (VI)

Siempre está a punto de ocurrir, pero nunca termina de pasar: el apocalipsis amordazado por los alérgicos a la deflagración y los adictos al terror. Nos quedamos en la plaza, escuchando el admonitorio discurso de Savonarola y seguimos allí, aplaudiendo su ejecución, vitoreando la reducción a cenizas de su herético cadáver. Juzgamos, sin aceptar ser juzgados. Disfrutamos el sufrimiento ajeno, pero aborrecemos del propio y olvidamos que también los fariseos estaban convencidos de la rectitud de su conducta. Somos los descendientes de la serpiente que expulsó a Adán y Eva del Paraíso; pero, en nuestra imaginación, hemos mutado de pecado en pecador, de tentación en deseo satisfecho, de castigo en castigado. Siseamos a los cuatro vientos las mentiras que urdimos en las tinieblas de la nada. Engañamos a los otros y, sobre todo, a nosotros mismos. Fingimos que tenemos el control de este barco a la deriva y, cuando encallamos en las rocas, nadie tiene duda alguna de que eso era justo lo que buscábamos, por más que hubiéramos anunciado previamente nuestro arduo deseo de adentrarnos en lo más profundo de la mar (seríamos un chiste, si no fuéramos verdad). Y pasan los años y, por más mechas que encendamos, la dinamita no termina de explotar (nuestros labios desnudos de excusas, pero aún férreamente sujetos por el miedo al qué dirán).

viernes, 10 de enero de 2020

Canibalismos (IX)

Los días corrían, como liebres perseguidas por los zorros. Yo, sangraba, cual Cristo azotado en la columna, espalda lacerada por el látigo, carne abotargada bajo el restañar del cuero enfurecido. Se aproximaba el final de otro año malgastado, de meses derrochados en lechos equivocados, de días interminablemente vacíos de sentido. Sólo había dos opciones: continuar recorriendo dócilmente todas y cada una de las estaciones del calvario o utilizar la corona de espinas como arma defensiva. Todo habría sido muy distinto si tú hubieras estado dispuesto a descender mi cuerpo de la cruz... Hacía tiempo que había perdido la fe en tus silencios, siglos desde que comenzara a idolatrar a tu abandono (los más fervorosos creyentes siempre terminan aniquilando a su Dios). No sé cómo ni por qué, pero, repentinamente, decidí no seguir rezando ante el altar de tu desdén, clavar mis uñas en la muñeca opresora, rasgar las venas que me ahogaban, drenar la ira del verdugo. Y, ahora, soy un perro rabioso que ha perdido el miedo a ser sacrificado, un condenado a muerte determinado a que se incumpla la sentencia, el Etna un segundo antes de entrar en erupción. No habrá lienzo que enjugue mi rostro, ni sábana que amortaje nuestros restos. Se pudrirán los cadáveres sobre el campo de batalla y sólo los cuervos serán capaces de alcanzar el paraíso.