jueves, 3 de septiembre de 2020

Big

Todo sigue igual, por más que parezca que ha cambiado: yo, buscando excusas que me acerquen a ti, con el inconfesable deseo de que tú no permitas que se acorte demasiado la distancia; tú, reduciendo los espacios, seguro de que seré yo la que acabará por alejarse. No hay pérdida ni ganancia, sólo dolor, soledad y falsa pertenencia a cuerpos que no albergan el alma adecuada. ¿Adecuada para quién? ¿Para nosotros o para las musas? Leo a Pizarnik como quien se chuta heroína. Supongo que ella escribía de la misma forma, aunque lo explicase de una manera mucho más bella. El tiempo sigue detenido y yo anclada a un momento mucho anterior al del colapso; sólo que ese momento no es único, sino fragmentado, diluido entre los diversos escenarios que presenciaron el suicidio del amor. ¿Sabes que volví a allí? Bueno, no a allí exactamente o, mejor dicho, no a todos los allís. Me creía fuerte e invencible. Esta vez nadie se equivocó al predecir mi futuro, pero yo debería haber adivinado cómo acabaría todo aquello. Ahorrémonos los detalles. Ya escribí sobre eso en alguna otra parte. Dime, ¿has dejado ya de odiarme o aún lo haces a escondidas, cuando nadie te ve y donde nadie nos oye, en el centro de este bosque que circunda las palabras suspendidas en los labios y las caricias amortajadas en la punta de los dedos? Yo lo hago, me detesto con todas mis fuerzas, sobre todo, cuando el viento ulula en mi ventana y el mar me reclama desde orillas de piedra y musgo. Alejandra lo habría expresado mejor, pero no de modo más sincero. El miedo a que sea lo que tiene que ser y a perderme en el intento. El horror de la certeza. La imponderabilidad de los planes del azar. La esperanza de que, alguna vez, acertemos por error.

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