Mi espalda en tu mano. Ave tranquila. Llanura sin grietas. Tierra fértil, preñada de vida. Trato de obviarlo, de fingir que no siento todo lo que siento y que tú no eres el epicentro del desastre. Habría sido hermoso. Ser como ellos, carne sin cuerpo, cerebro sin tiento, estúpido invento. Te miro y sé que ninguno de los dos aprenderemos el lenguaje del desierto de los días sin bruma. Tú y yo somos eterna pregunta, cero certezas, inconmensurable duda. Ésa es nuestra fuerza. También nuestra gran debilidad. Ellos lo intuyen. Les atrae la forma en la que el sol nunca termina de ponerse en nuestras fronteras; pero los asusta esa oscuridad perenne que circunda el contorno de nuestra sonrisa más sincera. Quiero escapar de aquí. Volver al planeta que alumbró nuestros destinos. Pero no recuerdo el camino y no sé si tú estás dispuesto a recuperar la senda divergente que conduce al agujero más negro de toda la galaxia. Así que permanezco inmóvil. Mis omóplatos agrietados por el tacto de tu inquietud serena. Explícame cómo enunciar el inefable latido que aletea entre tu corazón y el mío. O, quizá, sea mejor así. Dejar que todos lo sientan, sin que nadie lo entienda.
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