sábado, 25 de abril de 2009

De sirenas, marinos y erizos de mar.

Azucena sabe que, allí, en algún rincón del Mediterráneo que contempla cada día, hay sirenas que sueñan con poseer dos piernas que les permitan andar por tierra firme, conectar con la tierra que ella tanto detesta, vivir y amar como lo hacen los seres humanos a los que ella tanto desprecia. Sentado en la arena de la playa que tanto adora, Luis contempla el mar y sueña con convertirse en marino y, como un nuevo Simbad, surcar los siete mares en busca de mil y una aventuras y, como un nuevo Ulises, atarse al mástil mayor de su imponente nave para no sucumbir al melodioso canto de las hechiceras sirenas. Postrado en una cama de hospital, sabedor de que están cayendo los últimos granos del reloj de arena de su vida, Ernesto sólo se arrepiente de un sueño incumplido. Y, mientras la brisa marina acaricia su rostro, Azucena sabe que vendería su alma al mismísimo diablo para deshacerse de esas piernas que la mantienen anclada a tierra firme. Y, mientras la sal que planea en el aire estimula su pituitaria, Luis escruta el horizonte intentando vislumbrar el chapoteo de la sirena que sabe que acabará robándole el corazón. Y, mientras Ernesto inhala su última bocanada de aire, imagina que se sumerge en ese mar con el que tanto fantaseó, pero que nunca llegó a rozar. Y, como ríos que fluyen hasta el mar, los corazones de nuestros tres protagonistas confluyen en ese Mediterráneo cálido y tranquilo de un día del mes de junio, sin que Azucena adivine que Luis es el marino cuyo navío guía su errático chapotear, sin que Luis sepa que Azucena es la sirena escurridiza que lleva persiguiendo toda su vida, sin que Ernesto recuerde que en otra vida fue un erizo de mar.

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