martes, 23 de septiembre de 2014

El caballero

Christian supo que todo estaba perdido al ver la cabeza de Nikolaj rodando por el suelo. Podía haber seguido luchando un poco más, robarles la vida a unos cuantos de sus enemigos, antes de vender cara la suya; pero se detuvo en seco, miró a su alrededor y comprendió que no merecía la pena, que valoraba demasiado su existencia como para sacrificarla a cambio de un puñado de cadáveres a los que no podía odiar, por resultarle completa y absolutamente anónimos.
 
Decidido a no perder un tiempo más precioso que nunca, espoleó con fuerza a su caballo, alejándose a gran velocidad de la explanada bañada de sangre y abonada con las vísceras de los caídos. No miró atrás, simplemente continuó cabalgando hacia el ocaso, sumergiéndose en la incipiente noche, cuyas sombras le ayudarían a ocultar su cobardía. Los caballeros que tratan de escapar de la muerte violenta a la que los aboca su destino pierden su honorable condición, convertidos en ratas portadoras de la peste, de las que todos se alejan despavoridos, por miedo a ser contagiados de tan terrible enfermedad, casi siempre mortal.
 
Lo que la mayoría de las personas no comprenden es que, a veces, se necesita mucho más valor para huir que para quedarse a afrontar el filo de la espada. Nikolaj, convertido en héroe, será loado por los supervivientes de su pueblo, si es que queda alguno; mientras el nombre de Christian será tachado de las gloriosas crónicas que poetizan los desastres de la guerra, entronizando la idea de que la eternidad se reserva para aquéllos en cuyo honor se erigen las estatuas. Pocos se dan cuenta de que también las imágenes y los altares son efímeros y están condenados a perecer entre las fauces del olvido.
 
Las horas transcurren veloces. El eco de la madrugada es aplastado por las herraduras de un galope desabrido. Parar no es una opción. Hay que continuar hacia adelante, hasta que ni los músculos del jinete ni los del caballo respondan a las órdenes de la mente infatigable. Recuperar las riendas de una vida que todos despreciarán a partir de ahora. Aceptar que salvarse implica perderla a ella, pero ¿acaso podría tenerla estando muerto? El alba lo acecha por la espalda, obligándolo a avanzar un poco más deprisa.
 
No es capaz de calcular la distancia que lo separa de su pasado. Maldito Nikolaj. Le prometió una victoria rápida y sencilla, sin sospechar la traición de sus aliados. Mikael consiguió que todos le volvieran la espalda unos minutos antes de comenzar la batalla decisiva. Su amigo y señor tenía el valor y la inteligencia necesarios para convertirse en un gobernante legendario, pero le faltaba la riqueza que se precisa para comprar imperios. Tenía que haber escuchado a Christian, retirarse cuando aún estaban a tiempo, rearmarse, buscar una nueva estrategia y atacar cuando tuvieran alguna posibilidad de alzarse con el triunfo; pero ignoró sus prudentes consejos, arrastrándolo a una masacre ignominiosa.
 
Su instinto lo incitaba a abandonar a su suerte a sus soldados, pero no podía fallarle al hombre que, de niños, le salvó la vida. La deuda contraída debía ser pagada, pero es imposible proteger a alguien que desea arrojarse en los brazos de la muerte. Ni siquiera pudo ver el rostro del ejecutor, sí pudo apreciar, no obstante, el desamparo de los que, como él, quedaron huérfanos de la fe en un mañana. Aquella espada asesina cercenó toda esperanza, no ya en la victoria, sino en la mera supervivencia. El mundo se detuvo en aquel instante, dejando que los vencidos contemplaran la inevitabilidad de su destino. No habría prisioneros. Todos lo sabían. Lo habían visto en el afán de Nikolaj por encontrarse con el hierro enemigo y ahora tenían que decidir si preferían morir de pie o de rodillas. Christian buscó una tercera opción, convirtiéndose en serpiente para salvar la vida, arrastrando su honor y buen nombre por el suelo, lejos de las mujeres que bordaban junto al fuego en un castillo que se poblaba de fantasmas, mientras esperaban la noticia de una viudez excesivamente prematura.
 
Cuando su caballo cayó desplomado, víctima del cansancio, decidió que había llegado la hora de reposar sus huesos sobre la tierra, en lugar de debajo de ella. Durmió al abrigo de unos matorrales cercanos, tratando de escapar de las pesadillas que estrangulaban su calma. Se ahogó en una angustia tan infinita como el hambre que hacía rugir su hueco estómago y se arrepintió de no haber regalado su alma a los exigentes ángeles del cielo.
 
La sed que agrietaba sus labios lo despertó, sin que su cuerpo hubiera recuperado aún la cordura otorgada por el descanso. Tenía que buscar agua antes de que la deshidratación lo privara de las fuerzas necesarias para hacerlo. Caminó despacio, atento a los sonidos de esta segunda noche de destierro y maldijo la muerte de su corcel, provocada por la obstinación de sus tiránicas espuelas. Tendría que haber tratado de mantenerlo con vida, aunque sólo fuera como garantía de su propia supervivencia, pero ya es tarde para cualquier tipo de arrepentimiento. No queda más remedio que afrontar el peso de los pecados sin el alivio de la penitencia. Volver atrás no es una opción, pero sí el único deseo en estos momentos de sequía e incertidumbre.
 
Enfadado, consigo mismo y con el mundo, descarga la furia de su cobarde espada contra los troncos de los árboles más cercanos, pero un solo hombre no puede talar un bosque y el ulular de las aves nocturnas subraya la inutilidad de sus esfuerzos. Llora. Llora y golpea. Golpea y llora.
 
Un lobo se aproxima sigilosamente. No ataca, sólo observa a la fiera poderosa y salvaje que trata de devolver al bosque las heridas infligidas a su espíritu. Un aullido de respeto rasga la oscuridad del escenario inhabitado. Cesa el ataque. Termina definitivamente la batalla. Christian rinde su espada y mira de frente a los hipnóticos ojos del animal que renuncia a devorarlo. No le importaría morir entre sus fauces. Ya ha olvidado las razones de su huida. Está cansado de luchar, contra los demás y contra él mismo. Sólo quiere dormir el sueño eterno, acabar con el dolor que crispa sus manos y agarrota sus músculos. ¿Por qué no hace nada? ¿Por qué no lo derriba al suelo y termina con todo? ¿Por qué ni siquiera gruñe? ¿Por qué se aleja sin mirar atrás?
 
Abandonado a su suerte, despreciado como alimento de las bestias de la noche, el otrora caballero se arrepiente de conservar una vida que ya no es vida, sino preludio de una muerte que debió suceder a la de Nicolaj, a quien prometió seguir hasta el fin del mundo, pero a quien sólo acompañó hasta sus inmediaciones.
 
Sin ningún propósito concreto, comienza a caminar al encuentro de un abismo por el que poder precipitar sus huesos, como si alguna vez hubiera tenido control sobre su destino. Los días pasan y él continúa avanzando hacia delante, sin darse cuenta de que, en realidad, está volviendo sobre sus pasos, regresando al cementerio donde enterró su honor, escupiendo sobre el recuerdo de sus antepasados. Sólo se detiene a dormir de vez en cuando. También para beber algo de agua cuando escucha el manso discurrir de un arroyo cercano.
 
No sabe cuántos días han pasado. El tiempo son sólo granos de arena que se deslizan de una a otra mitad del reloj de cristal de nuestras vidas. El sol sale cada día sólo para volver a ponerse antes de salir de nuevo. Más cerca de lo que puede ni siquiera imaginar, las viudas de los vencidos son ultrajadas junto a las tumbas, aún abiertas, de sus esposos. Poco importa si se trata de una realidad o una metáfora.
 
Finalmente, el olor a sangre y carne podrida abofetea la pituitaria de nuestro errático protagonista. Piensa que no puede ser, que son otros los masacrados, porque él está lejos de su hogar y de su amada, de todo lo que una vez quiso y Nicolaj perdió; pero pronto comprueba que no es así, que son conocidas las caras de los cuerpos que aún no han podido ser enterrados, que son sus espectros los que vagan sobre esta tierra que ya no les pertenece.
 
Asustado, busca un lugar donde esconderse. Tiembla ante la idea de ser descubierto por los verdugos de su pueblo, pero más aún ante la perspectiva de ser hallado por uno de los suyos. Debería correr, volver a huir, abandonar de nuevo el único paisaje que ha conocido desde niño. Pero no puede. Esta vez no.
 
Cuando la noche se apodera del sonido de la ausencia, Christian abandona su escondite y se dirige en silencio hacia la fortaleza donde ahora ríen aquellos que debieron ser exterminados. No sabe lo que va a hacer, si es que puede hacer algo; pero continúa andando, sin importarle morir entre las fauces de los monstruos.
 
Conoce cada centímetro del terreno, también los accesos vulnerables del castillo. Convertido en sombra, se desliza entre sus piedras, penetrando a través de sus intersticios, hasta alcanzar su desprotegido corazón. Allí yace el infame, el traidor causante de la desgracia, su espada junto a su lecho. Es fácil. Sólo tiene que cogerla y clavarla con fuerza en el lado izquierdo de su pecho, observar cómo brota la sangre emponzoñada de mentiras, contemplar cómo se escapa la vida de quien no merece conservarla.
 
Christian supo que todo estaba perdido al ver la cabeza de Nikolaj rodando por el suelo. Podía haber seguido luchando un poco más, robarles la vida a unos cuantos de sus enemigos, antes de vender cara la suya; pero se detuvo en seco, miró a su alrededor y comprendió que no merecía la pena, que valoraba demasiado su existencia como para sacrificarla a cambio de un puñado de cadáveres a los que no podía odiar, por resultarle completa y absolutamente anónimos.
 
Decidido a no perder un tiempo más precioso que nunca, espoleó con fuerza a su caballo, recorriendo a gran velocidad la explanada bañada de sangre y abonada con las vísceras de los caídos, acercándose cada vez más a su objetivo, bien protegido por sus más fieles vasallos. No miró atrás, simplemente continuó cabalgando hacia el abismo, sumergiéndose en la informe masa de hombres armados, abriéndose paso entre el tupido bosque de cuerpos y espadas. Los caballeros que se entregan a la muerte violenta a la que los aboca su destino ocupan un lugar preeminente en las gloriosas crónicas que poetizan los desastres de la guerra, entronizando la idea de que la eternidad se reserva para aquéllos en cuyo honor se erigen las estatuas. Poco importa que también las imágenes y los altares sean efímeros y estén condenados a perecer entre las fauces del olvido.
 
Poco antes de llegar a la meta, el cuerpo de Christian fue atravesado por una lanza enemiga. Su cadáver resbaló de su montura, aterrizando con un ruido sordo y seco sobre la tierra teñida de rojo. Sus ojos abiertos y vacíos, clavados en el cielo, observan cómo brota la sangre emponzoñada de mentiras, cómo se escapa la vida de quien no merece conservarla, terminando, después de muerto, aquello por lo que sacrificó su preciada existencia.
 
Pero no fue un fantasma quien rasgó la carne de Mikael. Un lobo, convertido en sombra, se deslizó entre las piedras de la muralla del castillo, penetrando a través de sus intersticios, hasta alcanzar su desprotegido corazón. Allí yacía el infame, el traidor causante de la desgracia, una mujer violentada junto a su lecho. Sólo ella vio a la fiera que, renunciando a devorarla, se abalanzó sobre el deleznable cuerpo que acababa de ultrajar el suyo. No gritó clamando auxilio. No le importaba morir entre sus fauces. Sólo quería ver el final de su enemigo, conocer a qué sabe la venganza, volver a dormir tranquila por las noches. Fuera, el ulular de las aves nocturnas sirve de nana a sus enrojecidos párpados. Al terminar de devorar a su presa, el lobo se acerca a la dama y acurruca la cabeza en su regazo, igual que hacía Christian antes de dormir. El animal cierra sus ojos, esta vez para siempre. Ella acaricia agradecida su pelaje, mientras dos gruesas lágrimas resbalan por sus mejillas. La calma vuelve a reinar entre las paredes del castillo. El crimen ya ha tenido su castigo.

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