Quería borrarte de mi vida. Volver al instante en el que decidí que tú podías
ser la solución a todos mis problemas, en lugar del epicentro del desastre.
Gritarme fuerte: ¡No es Él! Pero yo quería que lo fueras, que en la tierra yerma
prendiera la chispa y nuestros cuerpos se hicieran hoguera. Sólo mis palabras
ardieron, entre tu miedo y el mío, silencios de fuego, tu enfado, mi enredo. Y,
entonces, fuiste tú quien me suprimió de su existencia. Te odié por ello, sin
darme cuenta del favor que me brindabas, siendo lo suficientemente idiota como
para confundir el regalo con el daño. Quise vengarme, amputarte de mi recuerdo
antes de que tú terminaras de exorcizarme del tuyo. No supe hacerlo. Aún hoy, mi
carne recuerda el sabor de tu ausencia. Traté de encajar el espejismo en otros
contornos menos nítidos que la certeza de tu imposibilidad. La sombra de la
felicidad me perseguía, pero yo corría más que ella. Dinamité puentes. Perdí
guerras. Rechacé armisticios. Todos los personajes que inventaba acababan
volándose la tapa de los sesos; hasta que, al final, sólo quedé yo, frente a
frente conmigo misma y lo que vi era tan cierto que ya no pude mirar hacia otro
lado. También a Él le pasará lo mismo y te dará las gracias, convencido de que
el universo te puso en mi camino para conducirme al abrigo de su abrazo. Pero no
es cierto. Fui yo quien te eligió como guía de mi descenso a los infiernos.
También fui yo quien no te borró hasta estar segura de ser capaz de abrirme las
venas sin el escalpelo de todo lo que nunca llegamos a ser. Y ahora que el
momento de cortar el cordón umbilical ha llegado, te pido perdón, por no saber
soltarte antes de que la primera luna llena aullara sus hechizos en mis labios.
Nunca se me dio bien sustraerme a sus designios.
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