Me da miedo. El poder de mis palabras. La avalancha de sentimientos provocada por su reverberación. Los puentes que tienden entre los corazones-isla. El bumerán de su trayectoria. La desconfianza en tus ojos. La niebla en mi pecho. Todo el dolor que exudan mis metáforas. La máscara que vela, sin ocultar plenamente, mis más recónditos secretos. O, quizá no es miedo, sino respeto, infantil deseo de evitar la asunción de la responsabilidad de los huracanes provocados por el aleteo de mariposa de mis letras, ésas que siempre ordeno en sentido inverso al que dicta la lógica. Lo que escribo me condena y me salva a partes iguales y aún no sé cómo aceptar el hecho de que no hay cielo sin infierno. Esta verdad que ahora te expongo se ancla con saña a las paredes de mi estómago y yo, incapaz de digerirla, la vomito de muy diferentes formas. La mayor parte de ellas no las entiendo y esta incomprensión sólo acrecienta mi deseo de amordazarlas, de seccionar sus cuerdas vocales y colmar sus fauces de tierra para evitar que puedan rozar los tímpanos ajenos. Pero sé que tú siempre las has oído en cada una de mis miradas, que por eso te alejaste de mi lado, liberando mi lengua y mis dedos del cepo de tu amor, ayudándome a ser YO. Me dan miedo. Mis silencios de cristal. El compulsivo instinto que me incita a quebrar el vidrio de la ventana que separa nuestros mundos. El bruxismo tratando de contener el dique. Las huellas dactilares esposadas. El folio en blanco. La pantalla plagada de mentiras. La tinta camaleónica. El disfraz que me revela en contra de mi voluntad. O puede que no sea miedo, sino la angustia de saber que resulta indiferente gritar o callar, pues ambas acciones hablan de nosotros de una forma en la que nosotros mismos jamás seríamos capaces de explicar.
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