Mi cuerpo es plastilina entre tus manos, dúctil material que se metamorfosea al compás del deseo de tus dedos, carne blanda, rico misterio. Me convierto en todo aquello que tú concibes que puedo llegar a ser, pero ¿quién soy cuando me sueltas y tu ausencia endurece mis contornos? Me sueño a través de tus ojos; por eso, cuando cierras los párpados, oscureces toda mi existencia. Te necesito despierto, arquitecto de mis valles y montañas, agrimensor de cada centímetro de mi piel. Sí, lo sé, no se puede dimensionar algo que no tiene límites: este interminable latido, que tan pronto se expande como que se contrae, el quedo quejido de mis huérfanas entrañas, el tibio crujido de mis caderas bajo el peso de tu empuje. Sálvame, de la Nada que combatían Sebastian y Atreyu, de los hombres grises que pretendían asfixiar a Momo, de los ogros y los trasgos que no retrató Ende. Dibújame en el lienzo de tus labios, de un solo trazo a mano alzada, tan instintivamente como predicaban los fauvistas, pero con la frágil belleza que sólo supieron alcanzar los pintores románticos. Materialízame una vez más. Dame un punto de partida, unos cimientos firmes que sostengan el armazón de hierro que convertiré en esqueleto de mi nuevo yo y, luego, déjame ir. Permíteme olvidar todos mis condicionantes: el olor de tu ingle en contacto con mi boca, el murmullo de tu saliva desinfectando mi piel, mi imagen amplificada en tu retina. Necesito ser alguien distinto, interpretar un nuevo personaje, mudar de piel, desnudarme ante el espejo, entender al demonio que se refugia bajo esta superficie de alabastro, crear espacio para que crezca y asuma el control, ayudarle a prender la hoguera, diluirme entre sus llamas, entregarme a él en lugar de a ti, alumbrar sus hijos, fagocitar la culpa, saberme libre y restaurada, mariposa incandescente, fuego primigenio que nunca se apaga. Yo, la salamandra. Tú, la chispa que provoca el incendio. Nuestra historia, las cenizas que se diseminan al primer soplo de viento.
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