Mi fe esquiva. El miedo inyectado. El tacto obtuso. París nunca fue una fiesta, pero yo tiendo a bailar en sus calles enmohecidas de ilusiones perdidas y artistas tuberculosos de pobreza, aunque plenos de talento. Bailo igual que lo hacía en la calle San Bernardo, cuando todo se hundía a mi alrededor; porque yo sólo soy feliz cuando la punta de mis dedos roza el aura del apocalipsis. Te digo que todo irá bien, con la esperanza de que una nueva desgracia me estruje pronto el corazón, sirviéndome de excusa para postergar mi ofrecimiento en sacrificio en el altar de mi destino. Mira el nivel del Sena. La inundación lame las suelas de nuestros zapatos, pero nosotros fingimos que nuestra piel agrietada por el sol de los vencedores no puede ahogarse en la corriente que azota el cuerpo de los mortales. Ése fue el gran error de Napoleón. También el de Hitler. El narcisismo te encumbra sólo para destruirte más fácilmente. Gracias a Dios, tú y yo nos odiamos tanto a nosotros mismos que es imposible que minusvaloremos la omnipotencia de la nieve y el frío. Siente el viento veteado de rencores pasados y amores prohibidos. Deja que te corten la cara sus aullidos y luego grita tú todos tus desastres, antes de sentarte al piano y verter en sus teclas tus tristezas más oscuras. El dolor es un rugido que no sabe cómo abrirse paso entre los dientes, así que abre la boca y deja que se escape.
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