martes, 1 de diciembre de 2009

Silvia

No es que a Silvia le guste Mario, pero tiene que reconocer que esa barba castaña perfectamente recortada y no excesivamente poblada le sienta demasiado bien como para no fijarse en él nada más entrar en la oficina cada mañana. El problema es que, desde hace una semana, ha comenzado a observarlo de lejos y a hurtadillas en diversos momentos de la jornada laboral y, desde ayer, fantasea insistentemente con la posibilidad de que él pueda ser Él. Silvia no entiende cómo un ser tan anodino como Mario ha podido convertirse de la noche a la mañana en un hombre misterioso y atractivo por el mero hecho de tener algo de vello en la cara. Por eso lo observa detenidamente a la menor ocasión; no porque le guste, sino para comprobar si se ha obrado en él algún otro tipo de metamorfosis que explique el repentino magnetismo que irradia toda su persona. Porque Silvia no es tonta y ya ha notado que no es la única que, de repente, se siente irremisiblemente atraída por Mario. Aunque Lidia, Merche y María no se limitan a observarlo de lejos, como hace ella, sino que han pasado al ataque hace un par de días y aprovechan los quince minutos del desayuno para tirarle los trastos a Mario antes de que alguna otra zorrita de tres al cuarto aviste la apetecible presa y aumente la competencia para cobrar tan exquisito trofeo de caza. No, Silvia no entrará al trapo y seguirá preguntándose en la distancia cómo una barba de más o de menos puede cambiar tanto las cosas, al mismo tiempo que imagina cruentas y dolorosas muertes para las tres arpías que ya han tomado la iniciativa. Lo que Silvia no sabe es que no es la barba de Mario lo que ha marcado un antes y un después, sino la forma en la que él la mira a ella. Antes, Mario soñaba con la posibilidad de que Silvia, algún lejano y remoto día, se enamorara de él. Ahora sabe que lo hará antes de lo que ella misma podría nunca imaginar y la mira como si ya fuera suya desde antes incluso de verse por primera vez. Y Silvia, casi sin darse cuenta, ha interiorizado esa hipnótica y segura mirada e imperceptiblemente se ha entregado a él. También las tres cazamaridos fueron inconscientemente conscientes de ese compromiso no escrito pero imposible de romper entre Mario y Silvia y comenzaron a luchar para destruir lo indestructible, para derribar las murallas de Jericó del amor incondicional de Mario al son de las trompetas de la provocación sexual.

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