lunes, 25 de enero de 2010

Aina

Aina observa atentamente las hábiles manos del prestidigitador. Sabe que todo truco tiene una explicación racional y está segura de poder descubrir lo que esconde ese vendedor de humo. Las cartas aparecen y desaparecen entre sus dedos a la velocidad de la luz y los ojos de Aina no son capaces de seguir su ritmo. Por una milésima de segundo, siente la tentación de rendirse y abandonar la idea de desenmascarar al impostor. Pero su cabezonería la compele a continuar luchando para demostrar que la magia no existe. De repente, casi sin proponérselo, su agotada mirada tropieza con la carta oculta. Exultante, se levanta rápidamente para gritar a los cuatro vientos el secreto del hombre supuestamente capaz de sacar conejos de su chistera. Desgraciadamente, choca con los inocentes e ilusionados ojos de un niño de seis años, sentado en la mesa de al lado, y se da cuenta de que no merece la pena aniquilar los sueños de tan tierno infante. Por eso vuelve a sentarse y, durante lo que resta de función, contempla atentamente las expresiones de ese rubio de ojos azules de menos de metro y medio y una sonrisa inunda poco a poco su escéptico rostro de mujer curtida en mil batallas y de vuelta de todo. A lo mejor la magia consiste en eso: en transformar unos labios fruncidos en una sonrisa de oreja a oreja.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sí, completamente de acuerdo. Magia.