martes, 28 de diciembre de 2010

Estrellas II

Aquella fría y oscura noche de comienzos de enero, Sandra y su madre volvían a casa después de pasar la tarde en el hospital donde la abuela de la primera malgastaba sus últimos días de vida. Tenía 86 años y a su corazón, después de tres infartos de miocardio, apenas le quedaban fuerzas para seguir latiendo. Los médicos habían sido muy claros al respecto: en cualquier momento se pararía y todo habría terminado. Sandra no entendía muy bien el significado de la palabra muerte. Su madre intentó explicárselo, pero a las niñas de seis años les cuesta entender los conceptos abstractos por los que los adultos sienten tanta afición. No obstante, comprendió algunas cosas: que su abuelita era muy mayor, que estaba muy malita y que, el día menos pensado, se iría para siempre. ¿Adónde? No tenía ni idea, pero su madre había sido tajante al respecto: nunca jamás volvería a verla.

Este doloroso pensamiento traspasó de parte a parte el pequeño corazón de Sandra, provocándole aterradoras pesadillas nocturnas. ¿Quién jugaría con ella a las muñecas? ¿Quién le leería los cuentos de Grimm y Perrault? ¿Quién la arroparía por las noches? ¿Quién le prepararía un gran vaso de leche caliente con miel cuando estuviera resfriada? ¿Quién le cogería la mano cuando tuviera miedo? ¿Quién la ayudaría a hacer los deberes todas las tardes? ¿Quién le prepararía bizcocho con chocolate para merendar? ¿Quién, quién, quién? No es que su madre no pudiera, no supiera o no quisiera hacer todas estas cosas, es que llegaba a casa demasiado nerviosa y cansada como para poder hacerlo con la calma, cuidado y amor justos y necesarios para proporcionar a Sandra la sensación de seguridad y amor que toda niña de seis años requiere para poder dormir plácidamente todas las noches. Sí, Sandra necesitaba desesperadamente a su abuela y sabía que estaba a punto de perderla, aunque no comprendiera el cómo ni el porqué.

Por eso, la noche anterior al inicio de esta historia, Sandra decidió escribir una nueva carta de Reyes, en la que dejaba sin efecto la que les había escrito y enviado casi un mes antes. Ya no quería la casa de la Barbie, ni el DVD de “Toy Story 3”. Incluso estaba dispuesta a renunciar a la colonia de Hanna Montana. Estas navidades sólo deseaba una cosa: que su abuelita se curara y no se muriera nunca. Ojalá hubiera sido lo suficientemente buena a lo largo de todo el año como para ser merecedora de tan magnífico regalo.

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