sábado, 19 de febrero de 2011

Bécquer y Keats y otros ilusos de postín

A veces trato de adivinar qué me condujo hasta ti, la concatenación exacta de las casualidades que, según Kundera, existen en toda historia de amor que se precie y que provocaron que nuestras almas colisionaran aquella fría noche del mes de diciembre.
Yo estaba en la ciudad equivocada y tú en el país que más odiabas y ninguno teníamos fe alguna en el destino y mucho menos aún en ese estúpido sentimiento llamado amor. Pero no fue la casualidad la que nos reunió. Yo buscaba a alguien con quien olvidarme momentáneamente de quien no podía extirpar de mi pensamiento y tú necesitabas a alguien con quien entretenerte hasta que llegara la hora de ir al aeropuerto. No, no hubo casualidad alguna que nos reuniera. Tú buscabas a cualquiera y yo ansiaba a alguien y acabamos en la primera barra de corazones solitarios que se cruzó en nuestro camino.
Eran muchos los candidatos disponibles, pero tú me elegiste antes que nadie, no porque hubieras tenido un idiota flechazo, sino porque era la primera tía que entraba en aquel bar desde que tú estabas en él y no querías perder el tiempo. Te acercaste, me dijiste que cogías un avión a las siete de la mañana y que no querías pasar la noche solo. Yo te dije que tampoco quería pasar la noche sola y que podíamos ir a mi casa, que estaba cerca. Me contestaste que sería mejor ir a tu habitación de hotel, no por nada, sino porque no querías invadir mi intimidad. Me pareció una buena explicación y una grandísima idea y como tu hotel también estaba cerca no tardamos ni dos minutos en traspasar el umbral del templo de la impersonalidad.
No, no hubo casualidades en nuestra historia. Tú me buscabas y yo te buscaba, aunque podíamos haber encontrado a cualquier otra persona. Sí, ya sé. Dirán los novelistas que el hecho de que tú me encontraras a mí y de que yo te encontrara a ti y no a cualquier otra persona ya es en sí una gran casualidad, como también puede ser una enorme casualidad que ambos entráramos en ese bar y no en otro cualquiera de los múltiples santuarios del alcohol que pueblan esta maldita ciudad y que también resulta casual que tú tuvieras que ir por negocios a la capital de la tristeza justo el día en el que yo acababa de instalarme en el número 117 de la Avenida de las Lágrimas.
Perdona. Me estoy poniendo poética y metafórica y no es eso lo que quería hacer, sino más bien todo lo contrario. Deseo firmemente demostrar que no hay ni hubo nada extraordinario en nuestro encuentro y que nuestra historia es la más prosaica y vulgar que haya existido nunca. Pero, por más que lo intento, no lo consigo. No, no hubo casualidad alguna que nos uniera, pero la perfección de aquel primer beso tampoco fue casual. Después de leer a Bécquer y a Keats, a Schakespeare y a Cernuda, a Aleixandre y a Dante, a Byron y a Verlaine, a mil y un poetas especializados en loar la gloria de los besos de amor eterno, debería haber estado preparada para ello, pero supongo que nunca terminé de creerme sus sangrantes versos.
Te acercaste dispuesto a devorarme de un bocado, no porque me desearas especialmente, sino porque tu tiempo comenzaba a agotarse. Yo cerré los ojos y te entregué mis labios, rezando para que supieras cómo usarlos. ¿Sería capaz de olvidarme de él por una noche? Ya lo había intentado otras veces, pero nunca había funcionado. Nuestros labios se rozaron, luego se apretaron y finalmente se traspasaron. Nuestras lenguas se buscaron y se encontraron, se retorcieron y enredaron, se reconocieron y abrazaron. Fue un baile sincronizado, algo que parecía ensayado, la lectura de un guión ya redactado. Ambos nos asustamos al mismo tiempo, nos separamos y nos miramos.
Ese beso no era nuevo. Yo ya lo había soñado mil veces antes de conocerte. Se encontraba enterrado en el fondo de mi inconsciente, como una mancha de otra vida que nunca había sido capaz de limpiar o de borrar. Sabía que tú sentías lo mismo, aunque no lo dijeras, aunque utilizaras tu mejor cara de póker para convencerme de que no pasaba nada. Te dije que tenía que irme, que era tarde y que al día siguiente trabajaba. Me dijiste que no te importaba, que también tenías que madrugar y que estabas cansado. Me fui antes de que la tentación de zambullirme en ti de cabeza y sin taparme la nariz pudiera obligarme a quedarme a tu lado.
Lo conseguí. Ya no me acuerdo de él. Ya sólo pienso en ti. Y ni sé ni entiendo por qué. Las almas gemelas no existen. Lo más a lo que podemos aspirar es a encontrar a un alma compatible. No, ninguna casualidad me llevó hasta ti. Nuestra historia de amor no sirve para escribir un libro. De hecho, no tenemos historia de amor. Ni siquiera historia de sexo. Tan sólo un encuentro fugaz, un beso y una huida en estampida. Sólo eso y nada más. Pero ahora pienso que todos esos irreales poemas eran verdad y que tú eres mi otra mitad y te busco en la barra de cualquier bar, consumando lo que aquella noche no llegamos a consumar, cerciorándome de que no hay más besos perfectos en el mar, olvidándome por unos segundos de que no te consigo olvidar.
No sé tu nombre, ni tú el mío. No hay forma de que te pueda encontrar, por más que te pretenda buscar. Puede que sólo fueras un sueño que Morfeo seleccionó al azar. Puede que tú mismo seas una casualidad.
En realidad no te quiero encontrar, pero eres el único motivo por el que continúo en esta horrible ciudad.

5 comentarios:

Yeamon Kemp dijo...

Tu prosa poética hace que el relato sea aún más intenso. Una maravilla.

moonriver dijo...

Muchas gracias. :)

Anónimo dijo...

Me ha encantado, tus historias sobre almas gemelas con mis preferidas,

un saludo.

moonriver dijo...

Muchas gracias, Anónimo. Puede que se me dé bien hablar de almas gemelas, pero encontrar la mía se me da rematadamente mal. :)

Un saludo.

Anónimo dijo...

Cuando menos te lo esperes, la vida te sorprenderá.