jueves, 8 de marzo de 2012

Las noches de fuego y sangre. Los días morados y fracturados.

El rímel corrido.
El labio partido.
El honor malherido.
Las bragas en los tobillos.
¿Es esto en lo que pensabas cuando soñabas que con él te casabas?
Los sangrantes orificios de tu nariz fingiendo que nada ha ocurrido aquí.
Explícame entonces por qué te quieres morir.
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La de María y Andrés no fue una historia de amor extraordinaria, de ésas que merecen llevarse al cine o narrar en una novela de 1.200 páginas. Si bien es cierto que, con el tiempo, llegó a acercarse peligrosamente al calificativo de tragedia shakesperiana, sus inicios fueron lo suficientemente prosaicos como para que no merezca la pena detenerse en ellos.
Chica de 17 años apurando sus últimos días de instituto conoce a chico universitario de 22 primaveras en una fiesta en la que no debería haber menores de edad. Tras tres horas de animada conversación, ella, cual moderna cenicienta, se ve obligada a despedirse de su príncipe azul para no incumplir el paternal toque de queda. Intercambio de teléfonos, mensajes a altas horas de la madrugada, la primera cita, la segunda, la tercera y así hasta cinco años de noviazgo. Después, la boda. Luego, el infierno.
No hubo ningún indicio que presagiara el apocalipsis. Por eso fue más duro enfrentarse a las noches de fuego y sangre y a los días morados y fracturados. Por eso nunca fue capaz de recomponerse. Desarmada, dejó que la bestia la rasgara entre sus fauces y, cuando quiso darse cuenta de su condición de víctima, la herida se había convertido en un enorme agujero negro que la devoró antes de tiempo.
Si María no hubiera sido tan joven, si hubiera tenido algo más de experiencia, probablemente se habría dado cuenta de que había gato encerrado tras la aceptación sin discusión de su deseo de llegar virgen al altar, máxime teniendo en cuenta el exacerbado ateísmo de Andrés. Pero ella era joven e inexperta y creyó que se trataba de una prueba más de su incondicional amor.
La noche de bodas la desengañó. Fue entonces cuando el monstruo se quitó por primera vez la máscara y enseñó sus afilados colmillos. Todas sus amigas le habían dicho que la primera vez era dolorosa, pero no podía serlo tanto. Tres besos mal dados, demasiado violentos, asesinos de cualquier atisbo de romanticismo. Dos manos de hierro que arrancan la ropa sin miramientos ni contemplaciones. Está claro que la desea, como ningún hombre ha deseado nunca a ninguna mujer. No hay tiempo de llegar a la cama. Está demasiado lejos. Es sobre el frío suelo de mármol donde recibe la primera embestida y la segunda y la tercera. Le grita que le duele, que pare un momento, que le está haciendo daño, pero él parece estar sordo. Tiene demasiadas ganas de ella. Es sólo eso. Y la primera vez duele. Eso también. Cierra los ojos y llora hacia dentro. No quiere estropearle el ansiado momento con infantiles quejas de niña virgen. Siente la sangre caliente entre sus piernas. Le parece un río embravecido. Le quema los muslos. Tiñe de rojo el blanco del suelo. Al día siguiente casi no puede andar. No se atreve a evaluar el alcance del destrozo. Lo siente demasiado inmenso como para poder medirlo. Era su primera vez. Es perfectamente normal. Tres años después, tendida en una impersonal cama de hospital, recordará con nostalgia aquella primera noche. Andrés nunca volvió a ser tan delicado.
El buen sexo es algo instintivo, animal, completamente irracional. Eso decían por la tele. También en las revistas. María no terminaba de comprenderlo. El animal de su marido nunca le regaló ningún orgasmo, sólo desgarros vaginales, sangre y hematomas varios. Al principio, trató de convencerse de que todo era normal, de que una pasión excesiva, como la que el amor de su vida sentía por ella, podía acabar doliendo. Su autoengaño se sostuvo durante algún tiempo, pero la primera noche en que se negó a cumplir con sus deberes conyugales, la furia de su amado se desató sobre su indefenso cuerpo y su atónita alma. Y, aún así, no se excedió. Suministró los golpes con cuentagotas, sólo los justos y necesarios para colocarla en la posición más apetecible y abrir sus piernas. Habría preferido una paliza monumental. Habría sido menos humillante.
¿Por qué no lo denunció? ¿Por qué no se lo dijo a nadie? Supongo que porque es difícil explicar que tu marido te viola cada noche. Podía haberse divorciado, sin más, sin dar explicaciones, pero tenía miedo de estar sola. O, a lo mejor, no. Puede que quizá le quisiera, a pesar de todo, a él o al amor que decía sentir por ella.
Descubierta la irreparabilidad del daño, todos se preguntaron cómo había sido capaz de soportarlo tanto tiempo. Las noches de fuego y sangre. Los días morados y fracturados. El escozor de la herida que crecía día tras día.
Y, de repente, su cuerpo dejó de soportar lo insoportable. Tuvo suerte. Cuando cayó desplomada iba de compras con su madre y su hermana. Fueron ellas quienes llamaron a la ambulancia y la llevaron al hospital. Fueron ellas las primeras en conocer toda la verdad. Ellas y el resto de su familia y amigos la obligaron a alejarse del que acabaría convirtiéndose en su verdugo.
Sus heridas físicas cicatrizaron antes de lo esperado. Los surcos del alma nunca llegaron a cerrarse. La irreparabilidad del daño. Saber que nunca jamás podría tener hijos. Eso fue lo que acabó con ella. Eso fue lo que nunca pudo soportar. No por el hecho en sí, sino por su colaboración activa en la causación del mismo. Su aceptación de la situación, de los abusos, del maltrato, de la violencia gratuita e injustificada había provocado su esterilidad. Cómo se convive con eso. Cómo se duerme después de eso.
Fue una soleada mañana de junio. Los niños jugaban alegremente en el parque. Las piscinas abrían sus puertas. El verano llegaba más esplendoroso que nunca. Hacía tres días que María había salido del hospital. Todo estaba bien. Había sobrevivido al infierno. Su familia y sus amigos jamás dejarían que Andrés volviera a hacerle daño. Pero estaba el vacío, el agujero negro, la culpabilidad. Era más de lo que podía soportar. Así que abrió la ventana y se zambulló en la nada. No podía doler más. Puede que tampoco menos.
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El rímel corrido.
Los sueños partidos.
El amor destruido.
Los remordimientos en el bolsillo.
¿Es esto en lo que pensabas cuando soñabas que con él te casabas?
Los sangrantes orificios de tu nariz certificando la tragedia que nadie llegó a predecir.
No hace falta que nos expliques por qué has decidido morir.

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