lunes, 3 de febrero de 2014

Los lunes

Los lunes son tristes y sombríos, perezosos y llenos de hastío. Los lunes ocultan un tesoro escondido, plastifican el deseo y congelan el azul del cielo. Odio los lunes. I hate Mondays y como se diga en el resto de idiomas que me son ininteligibles, especialmente en alemán, porque el alemán es la lengua del odio y el resentimiento, un idioma asesino y cruel, que incluso cuando dice te quiero parece que te va a morder. Los lunes debería quedarme en casa, anidada en mi almohada, momificada entre mis sábanas; pero, al final, siempre me levanto y camino hasta el horno crematorio, renunciando a la anestesia de la cámara de gas. La gente prefiere no darse cuenta de que los están matando, rechazan el dolor sin ser conscientes de que el sufrimiento es lo único que puede salvarnos. En eso consiste el infierno; pero, cuando mueren, todos creen que irán al cielo. Pocos son los que tienen fe en el demonio. Por eso nadie lucha contra el mal, porque el mal no existe, es sólo un cuento de hadas (o de brujas). Yo me quemo sin analgésicos, contemplo mi piel carbonizada desprendiéndose de mis huesos y lloro, lloro porque duele y porque es triste perderse a uno mismo; pero, sobre todo, lloro por todos los que se consumen a mi alrededor, sin saber que están cayendo los últimos granos del reloj de arena de sus vidas. No puedo más. No aguanto más. Duele. Duele tanto que ya no puedo respirar. Necesito salir de aquí, de esta barbacoa de churrascos humanos que, engañados, piensan que se están tostando al sol, adquiriendo un estético y saludable bronceado, orgullosos de la belleza de sus morenos cadáveres. Sí, tengo que salir de aquí, escapar del cementerio, huir, no para no morir, sino para no fallecer igual que el resto. Pero hoy es lunes, hoy me falta la fuerza que necesito para hacerlo. Me la robó la mujer de ojos de serpiente y lengua de lagarto. Podría buscarla. Podría encontrarla. Sé dónde está. En uno de los 100 cajones de su escritorio de oro, debajo de la pluma del fénix cuyas cenizas esparció para evitar que renaciera. La serpiente-lagarto hipnotiza mi miedo y petrifica mi voluntad, reconduciéndome a la olla a presión en la que hierven las ovejas recién esquiladas. Yo también me cuezo a fuego lento. No escapo. No te busco. No te rescato. Sus ojos bífidos me han mostrado mi futuro. Mejor morir así, ir a lo seguro. Ese otro dolor resulta demasiado oscuro. Ahora comprendo por qué permaneces oculto. Pero oigo tu voz y termina de hundirse el mundo. Aunque cierro los oídos, escucho. Tus palabras se insertaron en los pliegues de mi masa gris y, por mucho que me resista, las tendré que oír. Son gritos que dividen el infierno en haces de luz. Son susurros que pesan sobre mis hombros como una cruz. Aún no ataco, pero ya me defiendo. Cuando des la señal y empiece el combate aplastaré los cráneos de todos los reptiles, sin importarme el riesgo de morir intoxicada por el veneno de sus dientes.

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