lunes, 5 de agosto de 2013

Hambre (I)

Te busqué entre la bruma de las noches sin luna, en la espesura acorazada de la negra madrugada y en la nada desarropada que poseen los indigentes. Pero no estabas. Te mudaste al otro lado, construiste una mansión dieciochesca en la orilla más occidental de este mundo a punto de naufragar y, desde allí, contemplaste el lento discurrir del tiempo que les sobra a tus nuevos congéneres, ufano de formar parte de su manada, satisfecho de ser un miembro más de su rebaño. Me perdiste, pero no te importó. Sólo fui yo la que lloraba, mientras grababa en el tronco de los árboles flechas que no conducían a ningún sitio. Hundí la cara en el húmedo musgo de sus cortezas, ahogando un grito de rabia. Después caminé sin ganas, arrastrando los pies entre la hojarasca, recordando los ideales que vendiste a cambio de un plato de sopa caliente y preguntándome por qué no hago yo lo mismo. Siento el peso del deseo. Olfateo tu rastro. Pero, al llegar a la frontera, soy incapaz de dar el definitivo paso migratorio. Ninguna de mis hambres puede saciarse con comida. Mejor dicho, ninguna de mis hambres puede saciarse.

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