jueves, 8 de agosto de 2013

Hambre (II)

Como mucho. Demasiado. Por eso siempre me ha preocupado que mi cuenta bancaria no estuviera a cero a final de mes, porque sin dinero no se puede comprar pan y, sin pan, se pasa hambre. No quiero robar para poder llenar el estómago y, sin embargo, todos los días te birlo las horas que debería dedicarte, malgastándolas en tareas presuntamente productivas que, en realidad, no generan nada, sólo billetes y monedas que vuelan nada más tocar mis manos. Pero tú no abres la boca. No te quejas, no me gritas ni reprochas todos esos días que paso lejos de tu lado. Sólo esperas pacientemente a que llegue ese supremo instante en el que la elección deje de existir, ese excelso momento en el que no tendré más remedio que entregarme a ti en cuerpo y alma y, abandonada al abrigo de tus brazos, ya no escucharé los rugidos de mis tripas, porque ya no habrá vacío que necesite ser llenado con mendrugos adquiridos con mi lento suicidio cotidiano, ni alimentos que sostengan mis insomnios para no caer redonda al suelo durante el día. Sólo tú regirás mi vida y moriré cuando tú y nadie más lo decida, porque, saciada la sed de eternidad, ya no necesitaré masticar estas hebras de realidad cortocircuitada. Lo siento, aunque no quiero, me arrepiento de la indeleble persistencia de las manchas de este vómito.

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