miércoles, 25 de noviembre de 2009

Cómplices

Nadie vio el golpe de acero, pero todos pudieron observar el río de sangre nasal engendrado por el mismo. Aun así, nadie hizo nada para proteger a la joven probablemente agredida del que, seis meses después, se convertiría en su verdugo. En las grandes urbes, los desconocidos están demasiado acostumbrados a ignorarse como para plantearse siquiera la posibilidad de ayudar al prójimo. En las pequeñas ciudades son los conocidos los que toleran y encubren esta clase de crímenes.

Rosa, más encarnada que nunca, agradeció profundamente la indiferencia de sus semejantes. Cualquier conato de heroica defensa habría embravecido aún más a un ya furibundo Iván. La pasividad de sus compañeros de vagón de metro fue la que evitó un asesinato aún más prematuro del que tuvo lugar poco después. Aunque el momento de la ejecución no resulta relevante cuando la sentencia de muerte se firmó el aciago día en que se aceptó la primera bofetada.

Pero no es de esto de lo quería hablar, sino de lo que impidió que esos trece cuasi testigos de una violencia gratuita y cobarde auxiliaran a quien, evidentemente, lo requería de manera urgente.

El caso de Bea resulta bastante particular; pues, sumergida, una vez más, en el nuevo universo literario que había comenzado a descubrir dos días antes, sólo entrevió, fugazmente y por pura casualidad, las huellas del silencioso puñetazo. Deseosa de seguir extasiándose con nuevas e imposibles metáforas y ansiosa por comprobar si el destino de Sonia estaba o no escrito de antemano se convenció a sí misma de que la torrencial hemorragia era el fruto lógico y natural del sofocante calor del metro en pleno mes de agosto. Este burdo autoengaño era necesario para poder continuar con la lectura sin ningún tipo de molesto remordimiento. Los únicos maltratados que interesan a Bea son los huérfanos de Dickens y no una mujer anónima y real con el mal gusto de sangrar públicamente su desgracia.

Muy distinto fue el proceso mental de Paco. Harto de enfrentarse a denuncias falsas que ganan juicios y denuncias verdaderas retiradas a los dos días por una víctima siempre dispuesta a confiar en el propósito de enmienda de su torturador, decidió que no quería perder ni un segundo de sus vacaciones intentando convencer a sus compañeros de la policía nacional de que ese cerdo hijo de puta había convertido en un maravilloso Picasso la cara de su novia/mujer/amante. Y para terminar de limpiar su, a la fuerza, laxa conciencia, afirmó para sí mismo que si esa mujer no se respetaba a sí misma nadie más tenía por qué hacerlo.

Muy similar fue la opinión de Patricia. “¡Dios! ¡Esa pusilánime me está poniendo de los nervios! ¿Cómo puede continuar sentada tan tranquila al lado de ese animal? ¿Por qué no dice nada? Si un tío me tocara un solo pelo de la cabeza sería la primera y la última vez que le dejara acercarse a menos de cien kilómetros de distancia. Y encima intenta limpiar las huellas del crimen de la manera más discreta posible. Como si un Kleenex bastara para borrar lo ocurrido. Pero ¿tan poca autoestima tiene? Y mira cómo baja la vista y no la despega del suelo. ¿Por qué tiene tanto miedo de enfrentarse a él? Si algún gilipollas me hiciera algo así…Claro que si ella no se quiere a sí misma y prefiere vivir bajo la bota opresora de ese carnicero en prácticas no seré yo quien se lo impida. ¿Por qué habrá tantas mujeres masoquistas sueltas por el mundo?”

A Matías le habría encantado ser el caballero andante de brillante armadura que rescatara a esa bella y desconocida princesa en apuros, pero el enorme dragón que la custodiaba y hería a partes iguales le pareció excesivamente fiero. De hecho, observándolo más detenidamente, enseguida encontró demasiadas semejanzas entre esa mole humana y aquella otra colección de músculos que le amargó la infancia con sus continuas palizas y humillaciones varias entre clase y clase. Prefería ser un pringado cobarde a un pringado en el hospital. Conocía demasiado bien a los matones de barrio como para no darse cuenta de que estaba ante un espécimen de esa calaña y sabía sobradamente lo mucho que dolían los golpes infligidos por esos orangutanes. Un alfeñique como él nunca sería capaz de vencer a un mastodonte de ese calibre, por lo que tendría que ser otro quien liberara a la encadenada damisela.

Silvia y Miguel, por el contrario, sí que estaban más que dispuestos a recibir puñetazos ajenos. De hecho, Miguel se disponía ya a atravesar el espacio que le separaba del presunto maltratador y Silvia se aprestaba a cubrir las espaldas de su valiente marido cuando su amigo Fernando lo sujetó del brazo y le dijo que no merecía la pena. “¿Cómo que no merece la pena? ¡Ese cabrón le ha roto la nariz! ¡Hay que hacer algo!” “¡Shhh! ¡No grites!” “Pero ¿cómo que no grite? ¡Ese hijo de puta le ha pegado!” “¿Tú lo has visto?” “No, pero está claro que eso es lo que ha pasado. A nadie le sangra la nariz de esa forma si no le han dado un golpe. ¿Verdad, Silvia?” “Claro que sí, Fer. Está claro que ese cerdo le ha pegado. Y Miguel tiene razón. ¡Tenemos que hacer algo!” “Si no lo has visto directamente no hay nada que hacer. ¿Qué declararías en el juicio? ¿Que viste a una chica en el metro sangrando mucho por la nariz? A ese tío no le pasará absolutamente nada. Ni siquiera habrá juicio. Lo único que conseguirás es encabronar a ese mamón y que, después de vuestro inútil numerito, él pague su enfado con ella al llegar a casa.” “Pero, ¡hay que hacer algo! ¡Alguien lo habrá visto!” “Si nadie ha dicho nada es porque nadie lo ha visto directamente.” “Fer, no me jodas. Está claro lo que ha pasado.” “Da igual lo claro que te parezca que está. Lo importante son las pruebas y no hay ninguna concluyente. Sólo una mujer que sangra y un montón de personas que no han visto nada. Venga, dejadlo de una vez, que no merece la pena y la siguiente parada es la nuestra.” Miguel y Silvia se miraron y se rindieron ante la evidencia de la más que probable inutilidad de sus esfuerzos por ayudar a la mártir desconocida. “Vamos, hay que bajarse ya.” Todavía reticentes a abandonar a la víctima, Silvia y Miguel sucumbieron a los racionales argumentos de Fernando y renunciaron a clamar justicia.

Es cierto que los remordimientos dificultaron el sueño de Silvia esa noche y que la furia contenida de Miguel hizo lo propio. Supongo que eso contribuyó a que se sintieran mejores personas que Fernando. Ellos querían haber hecho algo. Es más, si su parada no hubiera sido tan inmediata, probablemente se habrían decidido a pedirle explicaciones al presunto agresor. Pero las circunstancias son las circunstancias y no tuvieron mucho tiempo para pensar. Si no hubiera sido por Fernando y porque su parada de metro era la siguiente…

Lo cierto es que, 24 horas más tarde, ninguno de los dos tuvo problemas para dormir y que, seis meses después, ninguno reconoció a Rosa cuando su asesinato salió en las noticias. Las buenas personas olvidan pronto a aquéllos a los que no brindaron su apoyo. Curiosamente, Fernando sí casó la fotografía del telediario con el rostro sanguinolento del metro y un nudo gordiano ató sus tripas el resto de su vida.

Diametralmente opuesto fue el caso de Alberto. Acostumbrado a darle una buena torta a su novia cada vez que se le ocurría sacar los pies del tiesto supo al instante que esa zorra de la nariz partida habría hecho algo muy gordo para merecer tal sopapo. Sentado en su asiento, Alberto sonrió complacido ante el trabajo bien hecho. Seguro que esa mosquita muerta no volvería a subirse a las barbas de su macho en mucho tiempo. Lástima que ya no queden más hombres de verdad.

Eugenia, Sonsoles y Lola también culparon a Rosa de su desgracia. Educadas las tres septuagenarias amigas en la creencia de que la mujer no es más que un apéndice del hombre o una cualquiera de sus múltiples posesiones, aprendieron, a base de golpes, lo que podían y no podían hacer o decir y saben perfectamente que si esa chica se hubiera comportado correctamente no se hallaría en tan lamentable estado.

Muy diferente fue la educación del cuarto septuagenario del vagón. Desgraciadamente para Rosa, Ángel iba acompañado de su nieto de seis años y no podía permitir que Óscar contemplara cómo utilizaba su recio bastón de caoba para partirle el cráneo a ese malnacido, por muchas ganas que tuviera de hacerlo. De pequeño no sólo había aprendido a respetar profundamente a cualquier miembro del género femenino, fuente inagotable de vida, sino que también le enseñaron a no matar o, al menos, a no hacerlo delante de un niño que todavía no tuviera la formación suficiente para distinguir a un ser humano que merecía vivir de un animal asesino que debía ser aniquilado por el bien de la humanidad, en general, y de su cónyuge, en particular.

Lástima que Óscar nunca lograra entender por qué su valiente abuelo miró hacia otro lado, en lugar de auxiliar a aquella pobre chica sangrante. A él le habría encantado hacerlo, pero si su adulto más admirado no movía un dedo sería por una buena y poderosa razón, por mucho que la misma escapara a su comprensión, y no tenía ningún sentido rebelarse contra el siempre sabio proceder del padre de su padre.

Tenemos, así, trece motivos perfectamente válidos para justificar la no intervención de esos cuasi testigos del violento, pero silencioso, mamporro que quebró la ya otras veces partida nariz de Rosa. Adicionalmente, no existe ley que castigue a quien no denuncie un delito cuya comisión nunca presenció directamente. Pero Iván no comprende por qué él es el único procesado por la muerte de Rosa. Da igual que fuera él quien le propinara la paliza mortal. Para cometer ese cruel asesinato necesitó la ayuda de multitud de cómplices; de personas que, como las de ese vagón de metro, callaron y miraron hacia otro lado cada vez que Iván le puso la mano encima a su mujer. Ninguno de esos cómplices se encuentra hoy en el juzgado ni es consciente de su participación en este crimen. Ninguno, excepto Fernando, cuyo retorcido nudo estomacal le acusa constantemente como cómplice de este delito.

1 comentario:

Glossy dijo...

bravo! me ha encantado el relato...