domingo, 30 de mayo de 2010

Marta

Marta recoge con parsimonia exasperante todas sus cosas y las introduce lentamente en la caja de cartón que su ex-jefe y ex-amante ha tenido la deferencia de facilitarle. Despido improcedente con su correspondiente indemnización. Ése ha sido el trato. A él le parece un precio irrisorio para poder librarse de su incómoda presencia y, sobre todo, de una posible venganza futura (nunca te puedes fiar de una amante despechada: suelen ser imprevisibles y sumamente peligrosas). Ella sabe que, una vez más, se ha vendido excesivamente barata, pero no puede seguir trabajando allí. Verle cada día ya le resultaba bastante doloroso, pero saber que se ha empezado a trajinar a la nueva contable le provoca auténticas arcadas. Es consciente de que es sólo el final de la misma derrota, pero tiene la sensación de que ha perdido una nueva batalla y lo peor es que ha claudicado antes de presentar ningún tipo de resistencia. Intenta no ver las sonrisas maliciosas de sus compañeras y finge que no oye el murmullo victorioso de quienes no han parado de vilipendiarla en los últimos meses. Debería darse prisa y salir de allí lo antes posible, pero cuando lo haga será prácticamente imposible volver a verle. No es que esté enamorada de este capullo, pero es adicta a la insatisfacción de desear algo que no puede tener. De repente, se acuerda de Carlos y se reafirma en la idea de que todos sus cuelgues posteriores han sido un reflejo de ese primer amor adolescente nunca consumado ni correspondido y se pregunta si algún día podrá fijarse en un hombre soltero y sin compromiso que esté dispuesto a convertirla en el único centro de todo su universo.

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