viernes, 17 de octubre de 2008

Christopher

Christopher levanta la cabeza y contempla con hastío la lluvia torrencial que cae incansablemente al otro lado del cristal. Le gustaría vivir lejos de aquella ciudad gris y de las personas grises que le rodean, en un país cálido y soleado, repleto de gente alegre y cercana. Le quedan un mínimo de dos horas de estudio por delante, suponiendo que sea capaz de olvidar el cielo plomizo que lo aplasta contra la silla supuestamente ergonómica en la que descansan sus posaderas, suponiendo que sea capaz de obviar el repiqueteo de las gotas sobre el alféizar de su ventana, suponiendo que sea capaz de interesarse mínimamente por los estúpidos problemas de matemáticas que debería ser capaz de resolver antes del examen de mañana. Pero, como no le gusta engañarse a sí mismo, sabe que lo que podrían ser dos horas se convertirán en cuatro o cinco. Y, una vez consumida la tarde, le tocará sacar a pasear al estúpido perro de su hermana. Cogerá el maldito chubasquero rojo y se preparará para ponerse como una sopa mientras espera a que el cuadrúpedo animal elija el lugar idóneo para hacer sus necesidades. Después regresará a casa, se dará una rápida ducha con agua hirviendo para licuar la helada sangre paralizada en sus venas, cenará, jugará un rato a la play y se irá a la cama con el firme propósito de largarse del lluvioso y gris Edimburgo en cuanto alcance la mayoría de edad.

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