jueves, 1 de enero de 2009

César

César no quiere volver a experimentar esta indescriptible e incómoda sensación: una corriente eléctrica de bajo voltaje traspasando todas y cada una de las células de su cuerpo, un ligero mareo que nubla momentáneamente su vista, el estómago que se eleva hasta la garganta y amenaza con salírsele por la boca (como si estuviera montado en una estúpida montaña rusa), sus piernas convertidas en temblorosa gelatina de fresa, su cerebro colapsado incapaz de fabricar ningún pensamiento racional o coherente, las palabras atascadas en su garganta, los reflejos congelados, el corazón arrítmico, una apnea que puede llegar a asfixiarlo y un sudor frío perlando sus sienes; sólo por haberse tropezado inesperadamente con Elisa al doblar la esquina de un pasillo de la facultad. No puede dejar que nadie se dé cuenta de tan magno cataclismo. No puede permitir que alguien sospeche la verdad. Así que intenta continuar andando sin caer en el negro precipio de la indeferencia de Elisa. Se siente como un niño dando sus primeros pasos, pero sin la protección de los solícitos brazos de sus progenitores para amortiguar el dolor de un posible golpe. Y finge escuchar atentamente el incesante y cansino parloteo de sus supuestos amigos, al mismo tiempo que petrifica en su rostro su mejor sonrisa profident. No sabe si será capaz de llegar hasta la protección de las sillas de la cafetería. Reza por aguantar un poco más, pero el recuerdo de los profundos ojos de Elisa a menos de un metro de su boca impide la normalización de sus constantes vitales. No entiende los poderes sobrenaturales de esa asocial muchacha con mínimos pechos que desconoce el significado de la palabra maquillaje. Y, al rememorar el olor a limón que exhalaba su cuello, el inestable suelo sobre el que camina comienza a ondularse excesivamente, dificultando de forma sobrehumana su doloroso camino hacia el cadalso de un amor que no puede permitirse.

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