lunes, 2 de enero de 2012

Autoengaños (I)

Te superé sin darme cuenta. En mitad de un pestañeo, dejé de verte. No sé cómo ocurrió. Un segundo estabas clavado con un punzante alfiler en el fondo de mi retina y al segundo siguiente, sin que ni una sola lágrima te expulsara de mis ojos, simplemente desapareciste. Te busqué en los rincones más oscuros de mi negra pupila. Luego buceé en las esquinas más blancas y luminosas de mi globo ocular. Incluso remonté mi nervio óptico y llegué hasta mi cerebro, pero no quedaba rastro de tu presencia. Tú, que con tanta persistencia habías morado en la cuenca de mis ojos, abandonaste la sombra de mis pestañas sin preaviso y sin pagar las rentas atrasadas. No hubo ni habrá rendición de cuentas. Puede que no sea justo, pero me ahorraste instar tu desahucio y ahora puedo volver a alquilar mi mirada. Esta vez no habrá contrato anual, puede que ni mensual. Será un apartamento veraniego arrendado quincenalmente por el primer guiri dispuesto a hacer las maletas antes de terminar de deshacerlas. No quiero más inquilinos eternos que destrocen los muebles de mi cordura, que sobrecarguen la red eléctrica de mi sistema nervioso o que inunden el cuarto de baño de mis rincones más íntimos. Quiero orden, quiero limpieza, quiero civismo y sequedad, quiero paz, quiero controlar todo lo que nunca pude controlar contigo dentro de mi hogar. Y sin embargo te echo de menos de nueve a dos, de cinco a seis y de once hasta la hora en que se termina el alcohol de los besos de cartón que desinfectan el escozor de la herida que, en realidad, nunca se cerró.

No hay comentarios: