lunes, 14 de abril de 2008

Katia

Katia odiaba esperar. Por eso no le gustaba ser puta. No le importaba lo más mínimo tener que chupársela a un desconocido feo y gordo o que ese mismo desconocido se la metiera por delante y por detrás. Tampoco le importaba participar en extravagantes juegos sexuales inventados por mentes calenturientas, fingir escandalosos orgasmos o acabar escocida después de un duro día de trabajo. En realidad, lo único que no soportaba de su profesión eran las esperas. Cuando trabajaba en aquel club de carretera la cosa no tenía importancia porque siempre había alguien con ella para darle conversación; ya fuera otra prostituta, un cliente indeciso y con remordimientos de conciencia, el camarero o el mismísimo dueño del local. Pero hacer la calle era otra historia. Ponerte uno de tus modelitos más atrevidos, disimular las ojeras y el cansancio con grandes pegotes de maquillaje, salir de tu casa y escoger una esquina en la que esperar sola hasta que alguien se decidiera a abordarla y preguntarle por sus tarifas. Si había suerte, la cosa estaría apañada en menos de media hora. Pero había veces en que era necesario esperar mucho, mucho tiempo. Y Katia odiaba esperar. Por eso no le gustaba ser puta.

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