martes, 25 de noviembre de 2008

Mi único triunfo

Sé que mi mirada te perseguirá eternamente y que mi sorprendente e inesperado silencio permanecerá clavado como un dardo envenenado en la boca de tu estómago. Ése es mi triunfo, el único de una vida entera malgastada intentando hacerte feliz, intentando satisfacer tus más mínimos deseos, intentando conformarme con las migajas de las caricias que esporádicamente me regalabas, intentando convencerme de que, en el fondo, me querías; una vida entera malgastada intentando ocultar tus crímenes, intentando purgar tus pecados. Ya es demasiado tarde para corregir mis múltiples e innumerables errores, pero siempre me quedará ese instante en el que dejé atrás el miedo que atenazaba mis entrañas y logré liberarme de las pesadas cadenas que me aplastaron durante más de veinte años.
Me dejé atrapar por tus palabras, sin darme cuenta de que las palabras son efímeras, cambiantes y maleables. Sólo los hechos sirven para retratar la realidad. Y una larga retahíla de hechos incontestables es lo único que me queda en estos momentos.
Tus palabras me decían que te enamoraste de mí a primera vista, que desde el mismísimo momento en que me viste supiste que estaba hecha para ti. El hecho es que te quise en la distancia y en secreto durante más de seis meses antes de que tu mirada se dignase a cruzarse con la mía. Tus palabras me decían que me querías con locura y que no podías vivir si mí. El hecho es que sólo quedábamos cuando a ti te venía bien, cuando tus amigos no reclamaban tu atención exclusiva, cuando no tenías a mano otra persona con la que entretenerte. Tus palabras me dijeron que querías casarte conmigo y pasar el resto de tu vida a mi lado. El hecho es que ya sabías que estaba embarazada de ti cuando me pediste en matrimonio. Tus palabras repetían una y otra vez lo feliz que eras junto a mí. El hecho es que sólo eras feliz con un mínimo de tres cubatas circulando por tus venas. Tus palabras acusaban al alcohol después del primer tortazo. El hecho es que cuando me abofeteaste no habías llegado a tu dosis mínima de efluvios etílicos. Tus palabras culparon de la primera paliza al estrés causado por tu despido. El hecho es que llevabas mucho tiempo buscando una excusa para pagar conmigo todas tus frustraciones. Tus palabras se volvían melosas después de cada golpe, después de cada grito, después de cada insulto, después de cada herida física o psíquica. El hecho es que sólo se trataba de una estrategia para mantenerme a tu lado, enganchada y dependiente de ti, adicta a un amor inexistente, encadenada a una casa que nunca fue un hogar. Tus palabras me decían que nuestras dos hijas eran lo mejor que te había pasado en este mundo. El hecho es que tuve que realizar auténticos esfuerzos por evitar que te molestaran en tus malos momentos, por evitar que se convirtieran en la diana de tus violentas muestras de afecto. Tus palabras siempre fueron contradictorias: un momento era una puta que no servía para nada y quince minutos y veinte golpes después me convertía en la mujer de tu vida y la luz que alumbraba tu gris existencia. Tus hechos nunca se contradecían: siempre fui un apéndice de ti por el que no sentiste el menor afecto, un saco de boxeo con el que poder desfogarte en cualquier momento, un animal de compañía cuya continuada presencia acababa irritándote, un ser cuya supuesta inferioridad servía para reafirmar tu maltrecha autoestima, una palangana siempre dispuesta a recoger la bilis que escupías cuando el mundo y la vida te resultaban insoportables, un felpudo en el que poder restregar tus zapatos cuando pisabas alguna mierda por la calle, una manta dispuesta a arroparte en las frías noches de invierno, un sillón en el que poder descansar tus maltrechos miembros.
Nadie comprendió nunca mi sumisión. Me gustaría ser capaz de explicar este hecho, pero las palabras resultan insuficientes para describir el cóctel de amor y miedo que me mantuvo anclada a ti. Quería que me necesitaras y me daba miedo dejar de necesitarte. Te entregué toda mi vida, todo mi corazón, toda mi alma y quería que esa entrega incondicional tuviera algún sentido. Recordaba todos los días las promesas realizadas ante el altar y me aterraba llegar a incumplirlas. ¿Qué haría si te abandonaba? ¿Adónde iría? ¿Cómo sería feliz sin el supuesto amor que me profesabas? ¿Y qué sería de ti sin mí a tu lado? ¿Cómo sobrevivirías? Una oleada de terror recorría mi columna vertebral cada vez que osaba a imaginarme lejos de ti. Y recibía tus golpes e insultos como un trámite necesario antes de los besos de perdón. Y te odiaba visceralmente, no por maltratarme de aquella forma, sino por haber hecho que me enamorara de ti, sin corresponderme en ningún momento.
Aún hoy sigo sin entenderlo. Se me tendieron muchas manos, pero no me aferré a ninguna. Quería creer tus mentiras, convencerme de que aquélla sería la última vez, que dejarías de beber, que no te despedirían del próximo trabajo, que comenzarías a ser un buen padre y un ejemplar marido, que todo cambiaría, que por fin seríamos felices. Y cuando tus engaños se hicieron insostenibles por más tiempo, el miedo se convirtió en la más poderosa de las razones para continuar junto a ti. Sabía que cumplirías tus amenazas. Sabía que si te abandonaba me perseguirías hasta el fin del mundo y me torturarías hasta la muerte. Muy de vez en cuando reunía el valor suficiente para enfrentarme a ti, pero tu puño de acero pronto me silenciaba de nuevo.
Sabiendo que no tenía escapatoria me resigné a mi condición de animal enjaulado y me convertí en una fiel esclava, siempre dispuesta a cumplir sin dilación tus órdenes, siempre dispuesta a recibir cualquier tipo de castigo por mi mala conducta. La semana que se saldaba con unos cuantos cardenales en mi maltrecho cuerpo podía considerarme afortunada. El agua oxigenada se convirtió en mi mejor amiga y las mentiras en el caparazón que nos protegía de los juicios de los demás. Desperté demasiado tarde de la anestesia total que me habías suministrado. Cuando quise recuperar mi dignidad de ser humano el cordón umbilical que nos unía se había vuelto demasiado grueso como para poder cortarlo. Yo era lo único que tú controlabas, lo único sobre lo que tenías algún tipo de poder. Necesitabas ver la mezcla perfecta de amor y miedo en mis ojos para sentir que tu vida tenía algún sentido. Yo era la única que te amaba, la única que te respetaba, la única que te temía. Sin mí no eras nadie, ni nada, sólo un cuarentón borrachuzo con tendencia a ser despedido de trabajos que ni siquiera otorgan la cualidad de mil eurista.
Todavía no sé qué cambió aquel día, qué lo convirtió en un día distinto. Recuerdo que las niñas estaban todavía en el colegio cuando tú llegaste a casa con siete copas de más y un nuevo trabajo de menos. Necesitabas más que nunca nutrirte de mi amor y mi miedo; pero yo estaba cansada, muy cansada, demasiado cansada. Pronto comenzaron los gritos y los insultos. Sabía perfectamente que no tardaría en comenzar a recibir golpes. Aún no me lo habías confirmado oficialmente, pero estaba claro que te habían vuelto a poner de patitas en la calle. Al principio aguanté el chaparrón, como siempre. Y, mientras vomitabas tu odio hacia mí y hacia el mundo, yo pensaba en cómo justificaría un nuevo ingreso en el hospital. Imagino que, de alguna forma, notaste mi ausencia mental y te cabreó que, por primera vez, no te hiciera caso. Así llegó la primera bofetada y mi caída al suelo. Una vez más paladeé el sabor del hierro de mi sangre en mi boca y, simplemente, dejé de sentir. Fue como si la mismísima Medusa me hubiera mirado a los ojos: toda yo me convertí en piedra, en una piedra caliza insensible a todo lo que la rodea. Desapareció mi amor por ti, pero también huyó mi miedo, llevándose con él la mordaza que evitaba que mis pensamientos se convirtieran en palabras. Y comencé a pensar en voz alta y a decir todo aquello que durante tanto tiempo había callado. Y te ataqué con verdades como puños, sin darte tiempo a reaccionar, sabiendo que no tenías ningún escudo tras el que protegerte. Y seguí hablando después del primer golpe. Y continué haciéndolo después del segundo. Cuanto más me pegabas más gritaba a los cuatro vientos todas tus miserias. Sólo tus manos aferradas a mi garganta consiguieron quebrar mi voz. Pero mis ojos continuaron hablando y te mostraron todo mi desprecio. Y, mientras apretabas con saña mi laringe, mi mirada se clavaba cruelmente en tu retina. Exprimiste mi cuello intentando obtener el jugo del miedo que durante tanto tiempo me dominó. Sólo tenía que haber gritado, haberte suplicado que me soltaras; pero opté por el silencio, un silencio que evidenciaba mi superioridad y tu absoluta debilidad, un silencio que no pudiste soportar.
Y ahora que mi cuerpo yace bajo tierra me pregunto si conseguirás encontrar una nueva víctima que te salve del lento suicidio que comenzaste el día de mi asesinato. Porque ambos sabemos que, junto a la mía, en aquel instante, firmaste tu sentencia de muerte. Pues, ¿cómo sobrevivirás sin tenerme como asidero? ¿Morirás de inanición sin mis súplicas, sin mi llanto, sin mis cardenales y sin mi sangre para alimentar tu inseguridad? ¿Cómo podrás continuar caminando sin apoyarte en mí? ¿Qué será de tu autoestima después de que un ser supuestamente inferior a ti acabara venciéndote? Al fin y al cabo, mi desafiante y triunfal mirada te torturará hasta el día en que abandones este mundo. Ése es mi triunfo, el único de una vida malgastada a tu sombra.

2 comentarios:

moonriver dijo...

He aquí mi segundo segundo premio. No me quedó como yo quería. Sigo pensando que le falta alma. Aunque últimamente no me gusta nada de lo que escribo. Supongo que estoy de nuevo en fase perfeccionista. C'est la vie!

Laura dijo...

Pues a mi me ha gustado, y mucho. Ni le falta ni le sobra.
Besos.